Azul, rojo y blanco.
En la primera escena del nuevo opus de Pedro Almodóvar, vemos a Salvador (Antonio Banderas) sumergido en una piscina, en posición de ¿reposo? el cuerpo de Banderas suspendido está desplazado de algo que predomina: el azul, no sólo del agua de la piscina sino del color de la tristeza y entonces salir a la superficie para encontrar el resuello, la exhalación que aporte la cuota de vitalidad y ese aire que renueva abre el rumbo al flashback para encontrarnos con una escena absolutamente pictórica, revestida de una de las mayores potencialidades que generan las mujeres en las películas del manchego.
Basta con verlas lavar la ropa a mano, con diálogos exquisitos en su cotidiana labor, para terminar cantando porque pese a todo hay que celebrar.
De ese comienzo tan abrumador pasamos a la melancolía del cinéfilo y a la película más autorreferencial de Pedro Almodóvar, donde Antonio Banderas no lo imita, juega el rol que más le gusta a un actor y lo hace tan suyo que realmente merece premios. Cannes -creo- es el comienzo porque el español que ya había trabajado en otras etapas almodovarianas genera todo aquello que una película tan honesta requiere.
El tópico que atraviesa Dolor y Gloria (tal vez a esta altura de la filmografía del director de Carne trémula una declaración de principios que lo definen) es la ausencia del deseo. Vivir sin deseo es morir de a poco, y para un cineasta no rodar, dejar de escribir, de recrear esos pretextos para hablar de sí mismo escondido como un niño en la impunidad saludable de la ficción, es algo parecido a transitar la agonía del deseo.
La memoria también tergiversa y entonces el recuerdo vuelve camuflado en un largo flashback, que dispara subtramas donde todo el universo de Pedro Almodóvar se entrelaza y los colores marcan los estados de ánimo del protagonista para pintar el alma en ese rojo furioso que no sólo es pasión también es ira, o en el blanco que más que la ausencia del color es la representación del vacío.
Si se piensa en universos de Almodóvar, tal vez uno de los pocos directores que más se explique desde su cine, es imposible no recaer en el vínculo madre-hijo en la presencia-ausencia de un padre y en lo masculino como ese motor del deseo. El cuerpo en Salvador más que un santuario es un verdadero calvario y el cine la posibilidad de no escuchar al cuerpo cuando gime, se contorsiona o deteriora.
Sumergido, tanto el cuerpo como Salvador para que el silencio abrume, en el comienzo, sale a la superficie para volver a empezar y allí el doble viaje, el de la cabeza desde adentro del recuerdo y el del cuerpo y el corazón herido bien afuera para que la mirada del otro reconecte el circuito con el deseo.
Pero si se trata de cine, Pedro Almodóvar lo vive no como el erudito que repite fórmulas a modo de homenaje sino como esa indescifrable energía que transita por el pasado y la memoria de ese pasado para sanar la deuda del presente.
Historias de amor y despecho que se concentran en la columna vertebral de este opus, con secundarios muy bien elegidos como Leonardo Sbaraglia, a quien le bastan dos escenas para lucirse, no ocurre lo mismo con otra actriz de la vieja guardia como Cecilia Roth, por citar los extremos. Ambos dirigidos perfectamente en una gran película y con ese plus de mezclas que pueden ir de la comedia absurda al melodrama más clásico; de la honestidad rabiosa al desgarro del alma cuando nada alcanza hasta que vuelva esa chispa que enciende, esa brisa de verano en pleno invierno, ese misterio que hace impredecible cualquier final cuando del otro lado no se especula con la generosidad del espectador.