Semiconfesional, depuradora, ésta debe ser una de las obras más arriesgadas, y a la vez más clasicistas, de Pedro Almodóvar. Arriesgada, porque parece contarnos a través de un personaje (justamente un director de cine) ciertas cosas íntimas de las que nunca habló en público: la tentación de la heroína para aliviar los sufrimientos físicos que vienen con la edad, la enojosa reconciliación con un actor de viejos tiempos, un intenso y penoso amor de juventud, o el primer y sofocante deslumbramiento ante el cuerpo desnudo de un hombre, siendo apenas un niño. Y clasicista, porque aplica el modelo de otros tantos directores que han contado algo de sí mismos enlazando recuerdos, anécdotas y figuras reconocibles, metáforas visuales y tiempo presente, hasta llegar a la catarsis, y lo aplica de modo aparentemente calmo, equilibrado, como quien ya está en edad de balance.
Sólo unos breves relatos en primera persona amenazan con salirse del estilo asumido, y no molestan. Al contrario, uno de ellos se convierte en pieza de representación a través de la cual se hilvanan dos capítulos, y dos planos de la historia, en forma natural, de extraña emoción, que sólo Almodóvar puede hacer sin que parezca algo forzado. Asier Etxeandia y Leo Sbaraglia interpretan esa parte, difícil, y reveladora.
Ese es otro atractivo de la película: la calidad de su elenco. Es admirable, y más que compleja, la actuación de Antonio Banderas, totalmente alejada de lo que le conocemos. Preciosa, la de Penélope Cruz, la madre joven, caminando como camina una mujer de pueblo junto al niño Asier Flores, buena revelación. Y entrañable la de Julieta Serrano, la madre anciana, con una mirada y unos diálogos sencillos que calan hondo. Diálogos que el autor habría querido mantener en la vida real, según ha comentado en entrevistas. El arte permite esas compensaciones. Como imaginar un momento de plenitud de la madre joven tendiendo las sábanas entre los arbustos mientras canta con otras mujeres eso de “a la vera, siempre a la verita tuya”. Y pintar las “cuevas” de Paterna más lindas de lo que eran en aquel entonces. O poner al hermano, Agustín Almodóvar, haciendo de cura frente a un imposible coro de niños. Gran acierto, por primera vez en el mundo un productor de cine parece solo un angelical e inocente curita tocando el piano (esa clase de piano).