Almodóvar y una acertada desnudez del alma.
Aquellos con una considerable cuota de cinefilia hemos oído decir, habitualmente de una película norteamericana, el «No Pain, No Glory»: sin dolor no hay gloria. Lo que uno podría asumir como una frase hecha y –en términos cinematográficos– clichada, es en realidad la manera más adecuada de resumir esta travesía que vamos a asumir.
Una travesía en la que Pedro Almodóvar no asume una idea de sí mismo o una base de sí mismo (como fue el caso de La Mala Educación), sino que directamente es él mismo. Dolor y Gloria es, en lo necesario a la narración, un viaje de punto A y punto B en la formación de un creador, pero es principalmente incisiva con las consecuencias del después: cuando se llegó a la cima y se empieza a hacer cuentas de lo que quedó no en muy buenos términos de ese camino recorrido.
Del Dolor a la Gloria, y las consecuencias de su viaje
¿Cómo se pasa de un estado a otro?, ¿de dónde viene esa fuerza? Como en todo emprendimiento artístico, o por lo menos aquel que vale la pena, viene de uno mismo, se origina a partir del mismo creador. Lo que vivió, cómo ve el mundo, lo que lo hace amar, reír y llorar.
La palabra Original es habitualmente asociada a algo que nunca antes se vio, pero si profundizamos en su raíz, proviene de la palabra Origen: el lugar donde se inicia todo o más bien donde se originó una idea, ese de donde le vino a un cineasta. Y nada más original que su lugar de origen, valga la redundancia, ese lugar donde todo empezó para él como ser humano.
En Dolor y Gloria, el dolor en cuestión es la lucha entre el ideal del pasado con el pasado verdadero, repartiéndose en tres líneas temporales que se pasan la posta de modo muy sutil, casi al extremo de poder decir que el personaje de la madre del Salvador Mallo encarnado por Antonio Banderas es, en sus dos vertientes temporales, los luchadores que se baten en este ring. El pasado idealizado, como elige recordarlo el protagonista, representado en la versión encarnada por Penélope Cruz, y el pasado verdadero, que lo confronta, representado en la versión encarnada por Julieta Serrano.
Dolor y Gloria va mucho más al fondo de las vivencias del director que en La Mala Educacion. Al punto que solo por la manera de vestir del protagonista, si se la coteja con fotos públicas, ya da un indicio inequívoco que se trata incuestionablemente de un alter ego del director. Esto dicho asumiendo todo riesgo de cholulismo.
Uno no puede evitar reconocer en el personaje de Mercedes a su eterna productora, Esther García. Uno no puede evitar reconocer en la subtrama con el personaje de Alberto, la pelea y posterior reconciliación con Carmen Maura. Si es la realidad o la interpretación del espectador, eso solo lo sabe Almodóvar, pero algo es claro: uno escribe de lo que sabe, y cuando uno se pone a sí mismo en lo que hace, no solo se le presta su ser a los personajes, sino también el universo que le rodea y a quienes habitan en él. De una u otra manera, no se puede negar que todos y cada uno de los personajes en Dolor y Gloria están vivos y son dueños de una humanidad cautivante, y con eso Almodóvar ya gana.
En La Mala Educacion uno no podía evitar preguntarse dónde terminaba Enrique Goded y empezaba Pedro Almodóvar. Dolor y Gloria nos encuentra con esa misma pregunta, llevándola más lejos. ¿Dónde termina Salvador Mallo y donde empieza Pedro Almodóvar? O ¿Salvador Mallo es Pedro Almodóvar? Con cada minuto de emoción, de sinceramiento, esos signos de pregunta en la oración siguen presentes pero más difusos. Es ese personalismo tan valiente y desvergonzado lo que hace que la película se quede con uno tiempo después de terminar la función.
Antonio Banderas encarna a este director avejentado, transmitiendo un cansancio que se vuelve clave en la construcción de su personaje. Su trabajo con la voz y la dificultad para agacharse o moverse, no solo denotan un cansancio físico, sino un cansancio espiritual. Porque esta gloria no vino sola: ese cansancio es una dura mochila que el personaje acarrea, y el conflicto del film es cómo ese peso lo está obligando a ceder, lo está debilitando. Es algo que deberá confrontar, para juzgarse… y perdonarse.