En casi 70 años de vida y más de 40 años de trayectoria luminosa como director cinematográfico, Pedro Almodóvar se ha definido para el cine como un autor radical de la posmodernidad hispana. Este es su filme número veintidós, y aquí volvemos sobre el pliego de un relato de corte crepuscular, una ficcionalización que funciona como revisión nostálgica de la propia vida del director manchego, en el cuerpo de su fantasmático alter ego junto al universo de esos personajes históricos que parecen como represando al presente.
El argumento se focaliza en la edad madura del director imaginario Salvador Mallo – que se expresa con precisión en la piel de Antonio Banderas – y el devenir de los hechos es todo lo que gira en torno a sus padecimientos físicos y sus angustias emocionales durante esta etapa de su vida. En el presente cotidiano lo azotan los dolores que agobian su cuerpo, su espalda y su cabeza parecen ser el epicentro del mal. Vive como un solitario, sin actividad creativa que lo conecte con la fuerza vital, solo logra conectarse de a momentos, alucinatorios, con su más lejano pasado y su acción es recordar, como si esto fuera un paliativo magistral. Así se presentan las imágenes de su infancia de pueblo y su madre, que aparecen como trozos de sueño o recuerdo idealizante blanco como las sábanas que las mujeres lavan a la vera del río.
Pero el pasado de su carrera vuelve sobre él cuando se presenta el reestreno de unos de sus filmes iniciáticos, aquí llamado ficcionalmente “Sabor”, pero que podría remitirnos a La ley del deseo o hasta el mismísimo Matador del director español. La proyección de ese filme “Sabor”, presentado en el relato como un clásico del cine español, es la motivación que lleva a Salvador a reencontrarse con el actor que había protagonizado aquella película, pero que por algunos enojos del pasado y rencores no resueltos Mallo había alejado de su vida y de su carrera.
A partir del reencuentro con su actor, Alberto Crespo caracterizado por el impecable Asier Etxeandia, Salvador comienza el viaje profundo hacia su pasado, y este procedimiento tiene varias aristas. Por un lado comienza a consumir heroína, droga que el actor históricamente consume, y eso le permite paliar sus dolores físicos regalándole el viaje alucinatorio que le abre la puerta a los recuerdos de su infancia y de sus primeros amores: su madre, las estrellas de Hollywood, las novelas y el despertar del deseo sexual hacia los hombres. Al mismo tiempo otro viaje hacia lo vivido tiempo atrás va de la mano de un texto crudamente autobiográfico autoría de Salvador Mallo, que Alberto Crespo toma para recrear un pequeño monólogo teatral. Desde ese juego de llevar a la ficción su confesión biográfica se abre otro abanico de vivencias que vuelven al presente. Esta arista se conecta con otro “reencuentro”, el del ex amante de Mallo que ve la obra representada y se descubre en el personaje central del texto. Así busca reencontrarse una vez más con Salvador, aquel antiguo amor de su juventud y así el pasado sigue rasgando al presente, haciendo de él una serie de retazos de lo ausente.
Los padecimientos físicos, son también, un espejo del pasado que se hace presente, pero en el cuerpo. El costo de las vivencias que ese cuerpo ha sostenido, el dolor de lo perdido, las angustias vueltas migrañas o dolor e inmovilidad. Todo el filme y sus tramas son las de un pasado que regresa, que vuelve una y otra vez sobre el mundo de este hombre solitario y cargado de nostalgias que padece su calvario, el de una vida hecha pero aún inconclusa.
De la huella que llevan los últimos filmes de Almodóvar hay un surtido de pequeños placeres, el arte, los colores, la luz, las obras pictóricas que engalanan con exquisitez los espacios. La armonía de los encuadres, la precisión del montaje, algún pasaje musical como el de la copla “A la vera”, eso y sus inferencias a textos literarios sugerentes, no faltan en esta película crepuscular. Aún cuando la hondura de sus emociones no llegue demasiado lejos sus marcas de estilo no se pierden y alguna destilan esa belleza cuidada que en los últimos años Almodóvar ha sabido darle a sus filmes.
El uso integrado de los dos planos del relato, el recuerdo alucinado y el presente se ensamblan con soltura haciendo de este recurso un imbricado fluido y hasta casi natural de la misma organicidad del filme.
Ahora bien, hay justamente en el final del filme una resignificación acerca del sentido último que tienen estos aparentes recuerdos alucinatorios, un plano clave que en esta historia modifica el significado de la obra total. Pues si el valor de esos estados de la memoria solo parecen conectarse con la muerte y el temor al olvido, ahora ese juego con los recuerdos nos conectan (casi como en Ocho y medio de Federico Fellini) con la capacidad que tiene un artista de volver la muerte en vida.
Es poco novedoso decir que Dolor y Gloria es parte de su trilogía auto referencial, o digamos autobiográfica claramente, pero esto no la hace ni más gloriosa ni menos valiosa. Paga el costo de saberse biográfica y, como todo narrador que habla en directo con sus propios monstruos aún no domesticados, puede pecar de quedar en las formas aparentes sin llegar demasiado profundo ni entrar en las vísceras de ese dolor y de esa gloria que tanto atormentan al magistral Antonio Banderas.
El calvario de Salvador Mallo no me atraviesa el alma, pero es innegable que la tarea de construcción y puesta en escena que lleva adelante Antonio Banderas es de una cuidada angustia, elegante ensoñación y sugerido dolor haciendo del alter ego de Pedro Almodóvar un retrato impecable.
Algunas imágenes seguramente nos quedan flotando en la memoria y, aún con los pocos riesgos que el manchego toma en este filme, algo de su sabor a nostalgia hispana nos queda dando vueltas en la boca.
Por Victoria Leven
@LevenVictoria