En su segundo largometraje de ficción, el realizador Juan Dickinson propone un relato intimista y con una lograda reconstrucción de época sobre una mujer de avanzada para su época, que tuvo que debatir su amor y sus impulsos entre dos hombres sin poder siquiera pensar otra opción.
“Dolores” (2016) tiene en su haber una serie de relatos que supieron forjar una notable carrera (María Luisa Bemberg, por citar sólo un claro referente) inspirada en la corriente inglesa del melodrama más clásico.
Aquí, la Dolores (Emilia Attias) que da nombre al filme, es una mujer que regresa de Irlanda para poder ayudar a su cuñado (Guillermo Pfening) a cuidar a su pequeño hijo, y además asisitirlo con tareas relacionadas al campo y la hacienda que posee.
Dickinson habla de una época en la que la mirada estaba más puesta hacia afuera que en el país, justo en el momento que el peronismo comenzaba a ser más popular entre las clases más bajas, determinando el clima y la idiosincrasia.
Pero también, a partir del relato desde la evocación o el recuerdo del niño, que también regresa a ese pueblo ya de grande, habla de un quiebre entre los personajes que debieron ir adaptándose a cada instancia que la historia les hizo vivir.
“Dolores” es la historia de una mujer que pudo trascender a su época a través de la mirada de los demás, pero también que pudo resolver, a su manera, a los golpes, una situación sentimental complicada, plagada de tensiones y de decisiones apresuradas para poder continuar manteniendo aquello que su familia había conseguido con esfuerzo.
Si la película suma un tercer personaje (Roberto Birindelli), un vecino hacendado que disputará la pasión de Dolores a su cuñado, ofreciéndole el bienestar y manutención económica que la joven mujer necesita.
El contexto histórico evocado, permite que la narración del filme fluya, y si los protagonistas van al cine, por ejemplo, eso suma un motivo más a la trama, porque además de contextualizar, sirve para demostrar que el clima de época, revolucionado por la Segunda Guerra, pero también por cómo el “pueblo” comienza a tener injerencia en algunas decisiones, las que, apresuradas, pueden cambiar para siempre los destinos de todos.
El segundo filme de Dickinson posee una correcta puesta en escena y facturación, y si bien algunas falencias (principalmente de recreación fiel) impregnan el relato, en la honestidad y verdad que de él emerge, no hay mentira sobre la verdad que se construye.
Emilia Attias brinda el glamour necesario en su figura para que Dolores pueda ser vista como aquella extraña mujer que regresa a su lugar de origen sin otro plan más que el de ayudar a los suyos, pero que, sin quererlo, termina por involucrarse en una historia impensada de amor.
El punto de vista elegido para la narración, el del niño, también otorga cierta inocencia al relato, necesaria para que la comunión entre Dolores y su sobrino, aporten la empatía necesaria con una mujer fuerte, decidida, que a pesar de sus buenas intenciones, terminó encerrada en un laberinto sin salida impuesto por su época y la mirada de los demás.