Bernadette está muy bien
Bernadette no está bien. O al menos así lo parece. El caso es que la otrora enfant terrible de la arquitectura contemporánea, desde el nacimiento de su ya adolescente hija, vive recluida en una casona inmensa y desvencijada, de múltiples goteras que amortiguan su sonido al caer en repasadores estratégicamente ubicados dentro de baldes, y con un jardín cuyo desborde salvaje amenaza con conquistar casas lindantes. Bernadette no está bien. Así lo piensan todos, excepto su hija: su marido, su vecina, las demás madres del colegio, la psicóloga y el agente de la CIA. Y, sin embargo, ¿no son, acaso, cordura y locura las dos caras de una misma moneda? ¿No hay siempre algo de locura en la genialidad? Como su hogar, que tiene, por un lado, una planta guacha que aparece debajo de una alfombra y, por el otro, el marco de una gran abertura hecho con cientos de lápices negros dispuestos de tal forma que crean un patrón geométrico hipnótico; así, entonces, como su hogar, que conjuga lo racional y lo indómito, es la complejidad de Bernadette, quien no se relaciona con el mundo exterior sino por intermedio de una dudosa asistente virtual india a quien le pide todo lo que cree necesitar mediante emails.
La película de Linklater, basada en un bestseller americano un tanto ignoto por estos lares, no se regodea en las fobias y obsesiones de su protagonista, no se la juega por la bajada de línea ni intenta subrayar ningún mensaje aleccionador y biempensante. Lo que hace, en cambio, el texano son tres astutos movimientos. Primero, confía en algo que no defrauda: la fuerza cinematográfica de Cate Blanchett. Su Bernadette no es de papel, no es impostura; es humana y, por lo tanto, enmarañada y querible. No cae nunca en el desborde; no desciende a lo lastimero.
Luego, Linklater instala el tono cuasi paródico desde el comienzo y, por ende, instala el humor. Si a vuelo de pájaro sobre las reseñas del argumento del film alguien podría creer de que se trata sobre la inestabilidad emocional (eufemismo para locura) de una madre y de su relación con su hija, con su marido, con su pasado de artista o con el mundo, estaría en lo correcto solo si desechara toda solemnidad y pretensión de “drama psicológico”. Ya, desde el principio, la película nos pone frente a personajes que no se toman muy en serio a sí mismos. Es lo que sucede un poco con Bernadette, pero, especialmente, con la vecina/archienemiga interpretada por Kristen Wiig, con la psicóloga y con el agente de la CIA. Están ahí para insuflar vida a la narración gracias al humor y no para cargar al relato de dramatismo barato y filosofía de goma, tan a la usanza de estos tiempos que corren.
Más tarde aparece el tercer movimiento del cineasta al hacer virar a la película para el género de aventuras. Y es el director el que instaura este género y no el guion, como podría suponerse, porque la aventura también se trasluce en la forma de filmar los paisajes naturales, en el ritmo de las idas y venidas de los personajes, en la cadencia de las imágenes y de su unión. Cuando el marido y alguno de sus aliados intentan confrontar a Bernadette con “su realidad”, es decir, con sus fobias, obsesiones y posibles peligros, y hablan de una internación psiquiátrica por su bien y el de su familia, la solución que encuentra la mujer es escapar hacia la Antártida, lugar que su hija quería conocer. La idea de un posible viaje fue, de algún modo, el detonante de la mayor expresión de sus ansiedades y, entonces, también será, piensa Bernadette, su cura. Hacia el Polo Sur va Bernadette y hacia el Polo Sur la siguen su esposo y su hija. Hacia el Polo Sur la acompañamos, gozosos, los espectadores.
Lejos de las mejores de Linklater, la película, sin embargo, es de una profunda originalidad tanto en los detalles de su historia (el pasado artístico de Bernadette, su relación mediada con el mundo, la decoración de su hogar, la avalancha de lodo producida por la desforestación, la locación y concreción de su final) como en su cohesión general (las transiciones genéricas que se dan no chirrían; por el contrario, aportan una ligereza de la que mucho film actual carece y es quizás por esto mismo por lo que ¿Dónde estás, Bernadette? no tuvo una gran acogida entre los críticos internacionales). Aunque no es homogénea en su totalidad, la película está hilvanada gracias a la cintura actoral de Blanchett y a algunos pasajes de gran belleza fílmica como los enfrentamientos verbales entre Bernadette y su vecina –incluida su posterior reconciliación– o todo el trayecto de redescubrimiento personal y familiar en medio de los gigantescos hielos de la Antártida.
Por otra parte, si hay una escena feliz y que condensa todos los temas y preocupaciones del cine de Linklater –la espacialidad del tiempo y la temporalidad del espacio; las interrelaciones familiares; la inevitabilidad del crecimiento; la trascendencia en lo banal; y la música (pop) como facilitadora de la experiencia humana– es en la que Bernadette y su hija Bee, durante un viaje en auto, cantan al unísono “Time After Time”, de Cindy Lauper. Un tierno momento feliz de cine, de esos que en otras partes se escamotean.