La mítica del trabajo Si Hesíodo, en la obra que da título a este documental, sostenía que el trabajo es el destino universal del hombre, la película de Villegas se hace cargo de esta idea y propone desmitificar el arte mediante la descripción minuciosa de todas las tareas que conlleva la exhibición final de una obra artística. El director ejecuta este movimiento develador mientras retrata su propia escritura cinematográfica. Toda crítica es metacrítica, dicen; ergo, todo cine es metacinematográfico. Entonces, en una suerte de corrimiento autoreflexivo, al mismo tiempo que se detiene en mostrar los detalles de la cotidianidad de un sótano emblemático para algunos y desconocido para otros, lo que el director de la bella Victoria (2015) pretende –no es descabellado suponerlo– es compartir sus propios lineamientos estéticos: la búsqueda del instante cualquiera; tal vez cierto apego al realismo baziniano que intenta mostrar el alma de las cosas; un tempo narrativo reposado que permite la errancia visual del espectador sobre la superficie del plano. Con motivo del 25 aniversario de la creación del Centro de Experimentación del Teatro Colón, Los trabajos y los días registra el ensayo y la puesta del espectáculo In nomine lucis, un concierto escénico sobre música de Giacinto Scelsi. Sin embargo, el ensayo y la puesta solo ocupan un pequeño fragmento de la duración total del film. La mayor parte está dedicada a todas esas pequeñas –y no tanto– ocupaciones que rodean y hacen posible la realización del show. Como aquí lo importante no son los nombres propios, sino que el trabajo está por delante de la individualidad, por ejemplo, las voces en off que se escuchan relatando la creación de tan célebre espacio de la música contemporánea y contando la importancia que tuvo y todavía tiene en “crear en el público nuevas expectativas” no están individualizadas. Podemos adivinar de quiénes se trata, pero no lo sabemos a ciencia cierta. Tanto el prólogo como la coda del documental están dedicados a Gerardo Gandini, director, fundador y columna vertebral del CETC, cuya figura subyugante es rescatada a través de Esas cuatro notas (2004), la película de Rafael Filippelli. Los trabajos y los días comienza estableciendo un contrapunto entre la banda de imagen y la banda de sonido como una especie de correlato de los dichos de uno de los entrevistados quien define al Centro de Experimentación como “un espacio de tensión con la sala principal”. Es por ello que, a los bellos planos de la entrada del fastuoso Colón, de su sector de plateas de la sala magna, de sus pasillos de alfombra roja, de su concurrencia paqueta, se le adosan los sonidos casi discordantes de una música poco convencional. Enseguida, aparece en pantalla una mano temblorosa que inserta tornillos entre las cuerdas de un plano de cola. ¿Hay algo más fuera de la norma que lastimar así a tan reputado instrumento? Herejía, pensarán los puristas. De esta manera, con economía narrativa precisa, se ubica al espectador en el relato cinematográfico y se lo invita al juego dicotómico de binomios explícitos e implícitos. La música clásica in absentia se coloca frente a la música contemporánea. El arriba de la sala principal se opone al abajo del sótano en el que reina el CETC. Por un lado, se muestra a los asistentes habituales del teatro (¿tradicionalistas?, ¿gourmets?) y, por el otro, a esos otros espectadores, los del subsuelo, los ávidos de vanguardia musical, de gustos eclécticos y arriesgados (¿los entendidos?, ¿los gourmands?). El granulado del film citado resalta contra la nitidez de las imágenes de alta definición de la filmación actual. El último contrapunto, quizás el más importante, consiste en la plétora de oficios que sostienen el backstage, el work-in-progress, con su aspecto desorganizado y su devenir caótico, pero que como resultado final ofrece un espectáculo logrado, profesional, sin atisbos de desprolijidades. Para apreciar la mítica del trabajo, Villegas alumbra la cocina del arte haciendo foco en los detalles: el acarreo de atrezo de un piso a otro; los vericuetos para alquilar un chelo; el cambio del foquito quemado en la luz de un atril; la limpieza de los baños; esa maldita silla que se arrastra en vez de levantarla y su molesto chirrido; la puerta que se sostiene para permitir la entrada de grandes equipos. Sumados, algunos de estos detalles crean historias igual de nimias que de disparatadas, como el innoble caso del periplo de las reposeras que no fueron y su conversión en benditos almohadones negros para las nobles asentaderas del estimado público. Se señalan cuestiones administrativas, técnicas, de mantenimiento, pero también están ahí los ensayos, las afinaciones de instrumentos y las vocalizaciones. Hacia el final, los aplausos conquistados por la obra de música contemporánea se escuchan en el fundido a negro que da paso a la coda del documental. Aquí, de nuevo Gandini, esta vez en un ensayo. El director le dice a la orquesta: “Da capo”. Y el trabajo vuelve a empezar.
Sororidad Hay libros que son una salvación; libros que rescatan, libros que resguardan. Eso fue para mí Mujercitas. Fue el libro que nos leía mi mamá a mi hermana y a mí antes de dormir, a razón de un capítulo por noche. Fue el libro que me impulsó a aprender a leer aún antes de empezar la primaria para poder devorar sola, sin ayuda, a él y a todas sus secuelas: Las mujercitas se casan (en la edición de la Biblioteca Billiken, la roja, la segunda parte del libro venía separada en otro tomo bajo este título), Hombrecitos y Los muchachos de Jo. Fue el libro que me salvó del aburrimiento de las largas siestas de verano en un pueblo demasiado pequeño para su propio bien y de las invernales y mudas noches en las que la antena del televisor no lograba captar señal alguna. De su vanguardismo y de su perspectiva feminista, poco sabía en aquella época, pero su sudor revolucionario transpiraba de sus páginas y se dejaba adivinar, aunque solo fuera inconscientemente. Todas queríamos ser Jo; todas queríamos esa libertad y esa rebeldía profundas, auténticas, esas que no se consiguen con declaraciones rimbombantes. No hay nada original en mi vínculo con Louisa May Alcott y sus creaciones; en esto imposible es pretender exclusividad alguna porque se trata de una obra, como no tantas otras, que ha estrechado fuertes lazos con sus lectores desde su primera publicación allá, en 1868. Bien sabe al respecto Greta Gerwig, responsable de la nueva adaptación cinematográfica, quien ha comentado su conexión desde la infancia con Mujercitas y la necesidad de reivindicarla como una pieza fundamental en la construcción del feminismo contemporáneo. Para contar una vez más la historia de las cuatro hermanas March, la directora de Lady Bird (2017) no tuvo remilgos a la hora de manipular el material y tomó un par de decisiones que hicieron de esta una transposición de la novela, aunque no sin defectos, memorable. El primer acierto consiste en que el casting posee una gran solidez. Saoirse Ronan en la piel de la escritora en ciernes, Josephine March, –a quien Gerwig aquí decidió mostrarla abiertamente como la doble de Alcott– tiene la frescura y el dinamismo necesarios para ese personaje y está a la altura de algunas de sus predecesoras más notables: Katharine Hepburn, en la película de Cuckor, y Winona Ryder, en la de Gillian Armstrong (y quizás también Maya Hawke, la hija de Uma y Ethan, a pesar del nivel pobrísimo de la miniserie de 2017). Sin embargo, en esta versión quien refulge es Florence Pugh pues logró sacar el máximo provecho de un rol muchas veces desaprovechado. Su Amy, la menor de las hermanas, la más vanidosa pero también la más realista, es un personaje complejo, agudo, que en esta oportunidad esgrime los mejores parlamentos. Si bien su voz grave no se ajustó del todo a la Amy niña, Pugh (hay que seguir de cerca el futuro de esta actriz) pudo sacar a relucir todo el potencial del personaje que aparece en los libros pero que en versiones anteriores había sido desperdiciado, favoreciendo casi únicamente el perfil “bello” de Amy. De los demás actores, Laura Dern como la icónica madre nunca desentona y Louis Garrel es menos fiel al profesor Bhaer de la novela pero mucho, mucho, más atractivo. Por su parte, Timothée Chalamet como Teddy, el vecino y hermano putativo, tiene en contra el buen recuerdo que dejó Christian Bale en ese papel. A pesar de ello, su interpretación es verosímil aunque, por momentos, un poco arriba del justo medio. Lo contrario sucede con Emma Watson en su rol de Meg, la hermana mayor, medida y conciliadora: la antigua Hermione Granger tiene más fama que oficio y aquí, aunque discreta, parece un poco abajo del justo medio en comparación con el resto del elenco. Para no hablar del hermoso vestuario, de un colorido otoñal, –que se merece el Oscar al que está nominado–, otro acierto de Gerwig fue no reverenciar la fuente y tratar de darle su propia impronta a la versión. Para ello no respetó fielmente el texto original y buceó entre la correspondencia y demás escritos de Alcott para subrayar la veta feminista de la autora. No recuerdo en el libro el parlamento de Amy sobre el matrimonio como transacción financiera para la mujer pero, en todo caso, si no está escrito tal como se representa en la película tampoco traiciona el espíritu de la novela. El problema (si en realidad es un problema) es que algunas veces ciertos diálogos suenan a bajada de línea, a un subrayado innecesario. Un ejemplo de esto resulta la escena en la que Jo le comenta a su madre que está cansada de que le digan que solo sirve para ser esposa. Se trata de una escena que desde su puesta y desde la marcación de las actrices está volcada a estresar el dramatismo mientras que el tono general del film lejos se encuentra del melodrama. No sé, hay algo allí de tufillo oportunista, de didactismo molesto. El libro de por sí es profundamente feminista, no necesita ser resaltado, y cuando uno intenta ser explicativo por demás, la que pierde es la sutileza. Entre los aciertos también se halla la autoconsciencia narrativa que, presente ya en la novela de Alcott, toma aquí derivas interesantes. La primera parte del libro –o el primer libro, según la edición que se tenga– finaliza dirigiéndose directamente al lector, marcándole que dependerá del beneplácito de él si la historia de las cuatro hermanas continúa. En Mujercitas, la película, la directora nos muestra en las primeras imágenes del film a la Josephine March autora, a punto de entrar al despacho del editor literario. Momentos más tarde, vemos la portada del libro y luego, otra vez, a Jo, pero esta vez como personaje de su propio libro. Entonces, la metatextualidad se desplaza de la ficción a la ficción dentro de la ficción, de la Jo personaje de la película a Jo personaje del libro dentro de la película. Entonces, el film se vuelve, al mismo tiempo, un comentario del libro y de sus condiciones de producción al momento la primera publicación en el siglo XIX, y también un comentario sobre la película misma y sobre las condiciones de producción actuales. En este sentido es paradigmática en su autoconsciencia fílmica la secuencia de comedia romántica, con todos sus rasgos retóricos exacerbados, que recrea el capítulo titulado “Bajo el paraguas”. Por último, y quizás la más importante, la decisión de no respetar el desarrollo cronológico de la novela y, en cambio, planificar toda la película como un vaivén temporal distingue esta adaptación de todas las demás. La historia se empieza a narrar desde la segunda parte del libro, con Jo en Nueva York y Amy en Europa, ambas lejos del hogar familiar. Situado allí, el relato tanto progresa en la historia de las cuatro hermanas como vuelve atrás, flashbacks mediantes, para contar Mujercitas desde su inicio. Como si fuese una gran ola que avanza y retrocede sobre la playa, así el relato viaja del presente al pasado y, en su marcha, en la disposición de los acontecimientos, pone en estrecha relación secuencias de distintos tiempos cronológicos pero que comparten muchas características. Con este movimiento también se logra que ciertos momentos se plasmen con una mayor carga emotiva (para la platea hay más de un lagrimeo en el camino). Al inicio de esta danza, sin confiar plenamente en las capacidades de los espectadores, debieron poner leyendas explicativas del tipo “aquí tal año”, “aquí tantos años antes”; señalamientos que, a decir verdad, no aclaraban nada que no se pudiera deducir con facilidad por el contexto, la escenografía, el vestuario y los peinados. Luego, esta voluntad explicativa fue menguando y el relato comenzó así a fluir, diáfano, entre los diferentes tiempos, lo que redundó en una película dinámica, rítmica. El gran logro de la película es sin dudas este montaje. Tal vez, las cuestiones que molestan del film no sean más que nimiedades y, en comparación, sus puntos fuertes son muchos. Greta Gerwig logró filmar una historia que habla tanto de Alcott como de ella misma. Y no solo esto. Tanto libro como película son las obras de mujeres, que hablan de otras mujeres para otras mujeres. Si usted quiere saber lo que es la verdadera sororidad, vea –y lea– Mujercitas.
En defensa de Selena Gomez Amable. Ligera. Estos son los dos primeros adjetivos que vienen a la mente después de ver la última película de Woody Allen. Hay algo entre nostálgico y anacrónico en su forma actual de hacer cine. Un día lluvioso en Nueva York es difícil de ubicar dentro de la filmografía del controvertido director –controvertido no por sus films (aunque quizás por ciertas zonas de ellos también; en esta, por ejemplo, se filtra cierto maniqueísmo en la construcción de personajes que se puede llegar a confundir con misoginia)–. El film bien podría ser una comedia romántica de los noventa, algo así como Un día inolvidable, aquella adorable (acá se cuela otro calificativo demodé) película en la que Michelle Pfeiffer y George Clooney se turnan para cuidar a sus pequeños vástagos y, de paso, se enamoran. No está lejos, entonces, de ser una rom-com de reminiscencias a otros tiempos del cine. De hecho, pasaría por cine clásico, con ese aire a musical de la época dorada de Hollywood que posee a pesar de que a los personajes no se les dé por cantar y bailar de la nada, si no tuviera tantas marcas de la contemporaneidad, tanto repliegue sobre sí misma. Hay dos razones por las cuales no es una comedia romántica y tampoco es clásica, dos motivos que se ayudan y se apuntalan entre sí (aquí entran, por fin, los sustantivos): artificio y parodia. Pero antes de explicar estos caminos de la deriva, es necesario ubicar al lector. Gatsby Welles (sí, nombre Gatsby y apellido Welles, así, tal cual), interpretado por Timothée Chalamet, es un joven diletante y bon vivant que organiza disfrutar un fin de semana VIP en su Nueva York natal junto a su novia Ashleigh (Elle Fanning). Ella, sureña, ingenua y estudiante de periodismo, tiene la oportunidad, durante su estadía en la Gran Manzana, de entrevistar a un aclamado cineasta. Es allí cuando los senderos se bifurcan y la narración empieza a correr en dos tramas argumentales paralelas. Por un lado, Gatsby deambulará por la ciudad encontrándose azarosamente con algunos conocidos, visitará a su hermano, participará en el rodaje de una película indy dirigida por un amigo, batallará verbalmente con la hermana de una ex novia y, finalmente, irá a ver a su madre que le aguarda con una revelación (acaso sea justo en este fragmento, cuando la cámara se acerca para hacer un primer plano de la madre, el momento de mayor trazo grueso del relato). Mientras tanto, Ashleigh será la protagonista de una comedia de enredos que involucrará a un director de cine en plena crisis creativa (soberbio Liev Schreiber), al guionista que vigila a su infiel esposa, y al actor latino en boga. En medio de un paisaje neoyorkino tan bello como impostado, se disfrutan por igual el deambular de Gatsby y las correrías de Ashleigh. La película no se toma en serio a sí misma –su mayor logro es este–, revela su propia construcción y deja marcas de su propuesta lúdica en todo su entramado: desde la misma lluvia que enmarca muchas de las escenas, pasando por la fotografía que torna mítica a la ciudad, hasta la marcación de los actores: todo es de una artificialidad evidente. (Digresión: ¿Por qué lo artificial tiene tanta mala prensa cuando todo arte es artefacto, es artificio?). No hay nada “real”, ningún intento fraudulento de hacer pasar lo verosímil por lo verdadero. Los personajes están trabajados desde la parodia, con sus rasgos exagerados y su batería de clisés. Más que personajes son verdaderas caricaturas: el Woody Allen de turno (en versión más joven y más lindo), la rubia bimbo, el latin lover, el artista tortuoso e incomprendido, el guionista sesudo aunque inseguro. Contrariamente a lo que se podría pensar, lo paródico no les quita interés, sino más bien los vuelve atractivos. ¡Qué aburridores serían estos tipos tipificados si no fuesen tomados en sorna! Todo esto, sumado a unos cuantos chistes bien puestos y a una musicalización que no le va a la zaga, le da una ligereza a la fábula que se está contando que resulta como un pequeño oasis entre tanta cinematografía ampulosa o grave o las dos cosas a la vez. Por último, es necesaria una mención particular para Selena Gomez. Ninguneada en muchas de las reseñas de esta película (¿será que su pasado Disney es una mancha?; ¿hay todavía tal esnobismo en la crítica “cultural” periodística?), su Shannon, la sparring verbal de Gatsby (sería más preciso decir que Gatsby es el sparring verbal de Shannon), encarna por sí sola la comedia romántica que no fue. Había allí un atisbo de esperanza para un género caído en desgracia. Al mismo tiempo, Gomez interpreta –de forma precisa, balanceada– al único personaje que no está jugado para el lado paródico y es gracias a esto mismo, al contraste que supone, que se puede apreciar la importancia de la parodia en todo el film, su función como eje estructurador del relato. Recapitulando, es llamativo que lo que empezó como un intento de reivindicar el trabajo con lo artificial en esta película y su reconocimiento como práctica contemporánea del cine termine siendo en realidad una loa a Selena Gomez. Sin embargo, no está nada mal.
Bernadette está muy bien Bernadette no está bien. O al menos así lo parece. El caso es que la otrora enfant terrible de la arquitectura contemporánea, desde el nacimiento de su ya adolescente hija, vive recluida en una casona inmensa y desvencijada, de múltiples goteras que amortiguan su sonido al caer en repasadores estratégicamente ubicados dentro de baldes, y con un jardín cuyo desborde salvaje amenaza con conquistar casas lindantes. Bernadette no está bien. Así lo piensan todos, excepto su hija: su marido, su vecina, las demás madres del colegio, la psicóloga y el agente de la CIA. Y, sin embargo, ¿no son, acaso, cordura y locura las dos caras de una misma moneda? ¿No hay siempre algo de locura en la genialidad? Como su hogar, que tiene, por un lado, una planta guacha que aparece debajo de una alfombra y, por el otro, el marco de una gran abertura hecho con cientos de lápices negros dispuestos de tal forma que crean un patrón geométrico hipnótico; así, entonces, como su hogar, que conjuga lo racional y lo indómito, es la complejidad de Bernadette, quien no se relaciona con el mundo exterior sino por intermedio de una dudosa asistente virtual india a quien le pide todo lo que cree necesitar mediante emails. La película de Linklater, basada en un bestseller americano un tanto ignoto por estos lares, no se regodea en las fobias y obsesiones de su protagonista, no se la juega por la bajada de línea ni intenta subrayar ningún mensaje aleccionador y biempensante. Lo que hace, en cambio, el texano son tres astutos movimientos. Primero, confía en algo que no defrauda: la fuerza cinematográfica de Cate Blanchett. Su Bernadette no es de papel, no es impostura; es humana y, por lo tanto, enmarañada y querible. No cae nunca en el desborde; no desciende a lo lastimero. Luego, Linklater instala el tono cuasi paródico desde el comienzo y, por ende, instala el humor. Si a vuelo de pájaro sobre las reseñas del argumento del film alguien podría creer de que se trata sobre la inestabilidad emocional (eufemismo para locura) de una madre y de su relación con su hija, con su marido, con su pasado de artista o con el mundo, estaría en lo correcto solo si desechara toda solemnidad y pretensión de “drama psicológico”. Ya, desde el principio, la película nos pone frente a personajes que no se toman muy en serio a sí mismos. Es lo que sucede un poco con Bernadette, pero, especialmente, con la vecina/archienemiga interpretada por Kristen Wiig, con la psicóloga y con el agente de la CIA. Están ahí para insuflar vida a la narración gracias al humor y no para cargar al relato de dramatismo barato y filosofía de goma, tan a la usanza de estos tiempos que corren. Más tarde aparece el tercer movimiento del cineasta al hacer virar a la película para el género de aventuras. Y es el director el que instaura este género y no el guion, como podría suponerse, porque la aventura también se trasluce en la forma de filmar los paisajes naturales, en el ritmo de las idas y venidas de los personajes, en la cadencia de las imágenes y de su unión. Cuando el marido y alguno de sus aliados intentan confrontar a Bernadette con “su realidad”, es decir, con sus fobias, obsesiones y posibles peligros, y hablan de una internación psiquiátrica por su bien y el de su familia, la solución que encuentra la mujer es escapar hacia la Antártida, lugar que su hija quería conocer. La idea de un posible viaje fue, de algún modo, el detonante de la mayor expresión de sus ansiedades y, entonces, también será, piensa Bernadette, su cura. Hacia el Polo Sur va Bernadette y hacia el Polo Sur la siguen su esposo y su hija. Hacia el Polo Sur la acompañamos, gozosos, los espectadores. Lejos de las mejores de Linklater, la película, sin embargo, es de una profunda originalidad tanto en los detalles de su historia (el pasado artístico de Bernadette, su relación mediada con el mundo, la decoración de su hogar, la avalancha de lodo producida por la desforestación, la locación y concreción de su final) como en su cohesión general (las transiciones genéricas que se dan no chirrían; por el contrario, aportan una ligereza de la que mucho film actual carece y es quizás por esto mismo por lo que ¿Dónde estás, Bernadette? no tuvo una gran acogida entre los críticos internacionales). Aunque no es homogénea en su totalidad, la película está hilvanada gracias a la cintura actoral de Blanchett y a algunos pasajes de gran belleza fílmica como los enfrentamientos verbales entre Bernadette y su vecina –incluida su posterior reconciliación– o todo el trayecto de redescubrimiento personal y familiar en medio de los gigantescos hielos de la Antártida. Por otra parte, si hay una escena feliz y que condensa todos los temas y preocupaciones del cine de Linklater –la espacialidad del tiempo y la temporalidad del espacio; las interrelaciones familiares; la inevitabilidad del crecimiento; la trascendencia en lo banal; y la música (pop) como facilitadora de la experiencia humana– es en la que Bernadette y su hija Bee, durante un viaje en auto, cantan al unísono “Time After Time”, de Cindy Lauper. Un tierno momento feliz de cine, de esos que en otras partes se escamotean.
Decía un importante teórico del cine que había dos clases de películas: aquellas que procedían con buena conciencia y aquellas que lo hacían con mala conciencia. Las primeras serían esos films que no ocultan su condición de tales, que abrazan y exponen el género y sus convenciones. Por ejemplo, Waterboys (2001), de Shinobu Yaguchi, narra la vieja fórmula de cinco estudiantes marginados que se unen para dar el batacazo, pero, en este caso, la originalidad –si se quiere– estaba en que el triunfo lo consiguen luego de ser el hazmerreír de su secundaria japonesa por conformar el primer equipo de natación sincronizada masculina del lugar. Waterboys se jugaba a la comedia pura, sin medias tintas, sin guardarse nada, sin tomarse muy en serio y por ello resultaba atractiva y desopilante de principio a fin. La segunda clase de películas consiste en todas aquellas que ocultan los verosímiles de género, de época o de lugar; las que pretenden hacer creer al espectador que trabajan con “verdades”. Obran de mala fe o, señalaría el teórico, con mala conciencia porque persiguen la intención de “enseñar”, de transmitir un mensaje, de hablar de lo verdaderamente importante o de lo importante “verdadero”. A este grupo no se necesita ejemplificarlo puesto que muestras de las más variadas cinematografías internacionales suelen plagar tanto cines, como canales de streaming y festivales. Sin embargo, creo que es justo señalar que existe un tercer grupo. Son esas películas que oscilan entre la buena y la mala conciencia. Son films que se balancean, a veces casi de forma suicida, entre estos dos polos, y, de esta manera, logran unos pocos momentos de puro cine, puro entretenimiento, puro talento, y otros tantos de moraleja, moralina y modorra. Nadando por un sueño, el segundo largometraje del actor Gilles Lellouche, se ubica aquí. En principio, se trata de la misma idea de Waterboys: ocho hombres, aunque ahora maduros, de cierto modo marginados se arrejuntan, bajo las órdenes de una ex competidora profesional, para participar en el campeonato mundial de nado sincronizado masculino, en el que sería el primer equipo nacional francés. El ensamble rechoncho y pata dura se reactiva con la llegada del nuevo integrante, Bertand (Mathieu Amalric), un cuarentón depresivo que se encuentra desempleado hace ya dos años y quien cree encontrar allí la contención emocional que no ha podido hallar en otras partes. Miserias hay bastantes y es en el retrato de ellas donde la película se pierde por el camino de múltiples líneas narrativas que solo parecen mero ornamento y llevan a la dispersión del relato (y del público): además de la depresión del protagonista, se narra el continuo fracaso comercial de uno de los personajes y el abandono de la mujer de otro y su difícil relación con su hijo y con su madre que padece Alzhéimer. Otro de los integrantes del equipo es un cantante frustrado, cuya hija adolescente lo resiente. Y, sin agotar aun las desdichas (no hay espacio en esta nota para tantas), la entrenadora tiene problemas con el alcohol y su antigua compañera deportiva tuvo un accidente y quedó en sillas de ruedas. Si el ritmo del film se sostiene y consigue buenos momentos, no es por la puesta en escena o por la indecisión y el empeño expansivo del guion, sino, más bien, por el oficio y la maleabilidad de unos intérpretes (Guillaume Canet, Virginie Efira, Benoît Poelvoorde) que se frenan antes de desbarrancarse en el patetismo. El elenco brilla por sobre todo en algunas escenas que son decididamente cómicas, en las que se trasluce la química que fluye entre ellos. Son las escenas de entrenamiento, en el agua y fuera de ella, en las que la película explota todo su potencial. Cuando deja de lado las “verdades” y se entrega al género; cuando se olvida por un rato de retratar los infortunios de la vida y se aboca al entrenamiento en la secuencia de montaje mientras suena “Physical”, de Oliva Newton John; cuando se frena en la obstinación de mostrar con gravedad lo que es importante en la vida y se acerca a las convenciones genéricas que tan bien usufructuó Waterboys, Nadando por un sueño obra con buena conciencia y gana. Y también ganamos todos.
Hay películas que uno disfruta aun sabiendo mientras las mira que no son particularmente buenas ni particularmente malas. No existe nada –o existe poco– en ellas digno de alabanzas desmedidas; pero, de igual modo, tampoco despiertan pasiones tales que se necesite salir a vapulear las decisiones tomadas en el casting, en el rodaje o en la edición. Más bien, en general, provocan una cierta tibieza de emociones en los espectadores. Es posible argüir que la gran mayoría de los estrenos de la cartelera de los jueves (esos que son agrupados bajo la designación de cine mainstream) caen de forma indefectible en esta categoría. Rocketman intenta desembarazarse de esa etiqueta, escapar del lugar común del quehacer cinematográfico de las grandes productoras; sin embargo, no es la excepción aunque por momentos lo logre. Taron Egerton, sobre quien gravita todo en el film –no hay escena sin él– interpreta a Elton John y Jamie Bell a Bernie Taupin, el letrista, colaborador del músico desde el comienzo. Con forma de biopic musical (con tino, muchos periodistas ya vaticinan que devendrá comedia musical teatral), la vida de John es contada en flashback a partir de su internación en una clínica de rehabilitación en la década del noventa. Como recurso narrativo, el relato del protagonista de su propia historia, desde la más temprana edad hasta ese momento, en las sesiones grupales de terapia contra la adicción, no es original, pero sí efectivo. Amén de los breves momentos en que el relato vuelve al presente de la historia para ir mostrando la cura emocional que la terapia propicia, se nos dará a ver la infancia disfuncional, la orientación sexual confusa, los éxitos artísticos y los fracasos amorosos, así como las consecuencias del abuso de sustancias, alcohol, compras y sexo (algunos hasta podrían tildar a esta película de osada frente al puritanismo de Bohemian Rhapsody) atendiendo a la cronología de hechos reales. Por el contrario, las canciones son empleadas con libertad según las necesidades dramáticas, sin respetar fechas, por ejemplo, la utilización de la bella “I Want Love”, canción del 2001, para la secuencia que cuenta la infancia del músico y el desamor de aquella época. Entre los flacos aspectos de la película, podría decirse que algo en el tono nunca termina de cuajar. Cuando se encuentra en clave comedia, los personajes y las situaciones proponen un registro paródico, mientras que, en clave dramática, todo hace leer la construcción de un cierto realismo, rayano en el naturalismo. Tal amplitud de modos narrativos hace que Rocketman acabe no siendo ni una cosa ni la otra. Es una verdadera pena porque cuando el film no toma en serio ni a su personaje ni a sí mismo resulta en una explosión feliz de música, colores y movimientos, al mejor estilo de la tradición del musical americano. Por esto, sin contar que las canciones del músico inglés pueden sostener por sí solas cualquier relato, las secuencias más logradas son aquellas que transcurren bajo la estela del musical integrado, es decir, esas secuencias en las que las canciones –y los bailes– no son meras decoraciones sino que a través de ellas el relato avanza, evoluciona, por caso, la transición de la infancia de Elton hacia la adolescencia o el desborde orgiástico en pleno pico de fama. Cuando la puesta en escena renuncia a su pretensión “realista”, a cierta moralina biempensante, cuando duplica de lleno las extravagancias de la persona pública del músico, cuando hace del exceso su lema y procedimiento, volcándose sin freno a lo camp, a lo kitsch, a la fantasía, es allí donde se despega de los intrascendentes estrenos semanales a los que estamos terriblemente acostumbrados.
Nada, nada Quien haya leído el best seller para Young Adults escrito por Nicola Yoon (el mismo equipo productor que trabajó aquí ya había adaptado su primera novela, Todo, todo) que traspone esta película podrá juzgar cuánto del lastre que la hunde proviene de allí. En todo caso, mientras Netflix –con mejor fortuna y gusto– busca emular a John Hughes y a todas esas comedias protagonizadas por adolescentes en la década del ochenta, haciendo uso, en sus ejemplos más logrados, del particular carisma de Noah Centineo (La cita perfecta, A todos los chicos de los que me enamoré), las grandes productoras cinematográficas se empeñan en ilustrar con imágenes en movimiento todos esos libros donde, en una suerte de actualización de cabotaje de Romeo y Julieta, una pareja de jóvenes se enamora a pesar de trágicas circunstancias. Generalmente, se trata de enfermedades terminales o de parálisis múltiples, o, como en este caso, de la expulsión de la heroína y de su familia del país en el que han habitado por más de nueve años por ser inmigrantes ilegales. Maniqueo en el peor sentido (es decir, sin nada de la exuberancia de las estilizadas oposiciones entre lo bueno y lo malo de los viejos melodramas), el film pretende retratar, a la manera de Serendipity (2001) pero sin gracia, el flechazo de la pareja protagónica. Tras conocerse por puro azar –o por un deus ex máchina, como se resalta literalmente en la libreta de poesías de él o en la campera de ella–, Daniel (Charles Melton, de la serie Riverdale), hijo de padres surcoreanos y cuya primera aparición en pantalla, a cuento de no se sabe qué, es mostrando sus esculpidos abdominales, tiene solo un día para enamorar a Natasha (Yara Shahidi, de la serie Black-ish), jamaiquina ella. El día siguiente a este encuentro la bellísima –y fotogénica– morena será obligada por la dura política migratoria de Trump a volver a su país de origen. En medio de los intentos de la muchachita por revertir su situación y la de sus padres y hermano, en apenas 24 horas, y entre cita y cita con un abogado (un John Leguizamo desperdiciado) que podría ayudarla, Daniel y Natasha se conocen y se apasionan el uno por el otro, todo a lo largo de los cien barrios neoyorkinos y al calor de frases como “sé que esto es real”. Mientras tanto, Shahidi y Melton tratan de recrear una química que no tienen y que la impericia de la directora no logra hacer surgir. Son tantas las malas decisiones tomadas por esta bella colección de postales turísticas de Nueva York que con ellas se podría escribir un libro entero acerca de todo lo que está mal en el cine. Si el guion está repleto de lugares comunes, de corrección política y de pretensión de profundidad y de crítica social, flaco favor le hace la enclenque puesta en escena con la mayor parte de sus elecciones. De un abultado soundtrack que no es posible hallar en IMBd muy probablemente porque de tan extenso no hay server que lo soporte, a cada escena del film le corresponde algún tema musical, en un intento fallido de suplir con pegadizas melodías lo anodino de la dirección de actores, la falta de destreza para darle ritmo al relato y la precaria habilidad para poner las cámaras en la posición correcta. El sol también es una estrella tiene ganas. Tiene ganas de ser una comedia romántica pero le falta todo para serlo, empezando por ideas cinematográficas. Tiene ganas de ser introspectiva y tan solo resulta adoctrinadora. Tiene ganas de ser un drama adolescente, sin embargo la urgencia, la pasión y el amor son forzados por un guion cursi y una puesta en escena más cursi aún. Tiene ganas de hacer una crítica social pero el trazo grueso y los burdos arquetipos de inmigrantes se lo impiden. El sol también es una estrella tiene ganas y solo termina siendo mala con ganas.
La puta y la santa ¿Dos reinas o la misma esquematización? Para desembarazarse rápidamente de esta pregunta, es necesario contestar que en esta película lo que prima es la segunda opción. Aprovechando los vientos epocales que corren (y en esto uno puede sospechar cierta falta de escrúpulos, como, por ejemplo, en la oportunista remake femenina de Ocean´s Eleven, Ocean´s Eight, que se escurrió entre los estrenos del año pasado), la ópera prima de Josie Rourke, veterana directora teatral inglesa, se sube a la ola –ya casi incontrolable– del trazo grueso pseudo feminista y regala una visión aggiornada del viejo maniqueísmo de escindir a la mujer en la puta y la santa. Aquí pierden las dos contendientes al trono de Inglaterra porque ninguna de ellas es respetada en su condición femenina. El que gana tampoco es de ninguna manera el espectador –quien, por bellas que sean las locaciones naturales, consigue aburrirse bastante en las más de dos horas de intrigas, intríngulis e innuendos palaciegos, que vienen acompañadas de actores con caras de estoy-intrerpretando-un-personaje-histórico-y-por-eso-mi-seño-fruncido-y-elucubrador–. Quien triunfa, entonces, no es otra que la supremacía del tema, el bendito contenido. Todo está dado como si lo importante, lo verdaderamente importante, fuera lo que se dice, lo que se cuenta y no cómo se lo cuenta, cómo se lo dice. Cualquiera diría que esta gente cree que es posible separar lo uno de lo otro, que existe el contenido sin la forma. Para afirmar este universo dicotómico planteado desde el comienzo por la película (al mejor estilo melodramático clásico pero sin los desbordes estéticamente atrayentes de aquel, sin su coraje y sin su osadía) se encuentra, de un lado, María Estuardo, la puta, interpretada por Saoirse Ronan, viuda reciente del monarca francés, que retorna a Escocia, respaldada por el catolicismo, para reclamar lo que por derecho sanguíneo cree que le corresponde. En la otra esquina, quien ha prestado su nombre a un período histórico, la reina Isabel, la santa, en la piel de Margot Robbie, se empeña en conservar su poder con la ayuda de la iglesia protestante. Más allá de las explícitas bajadas de líneas en diálogos escritos evidentemente por varones para conmiserarse de las mujeres (“¡Qué crueles son los hombres!”, dice Isabel en un momento), y sin contar que lo que el film entiende por la problemática de género parece extraído de Feminismo for dummies, la puesta en escena dramática se empeña en explicar esta división entre ambas mujeres en el vestuario, los decorados, los escenarios naturales y en cuanto detalle pueda exponer. La puta, con su belleza natural, se viste de rojo; cabalga por escenarios agrestes; es rodeada por fluidos y salpicada por sangre. La santa, en cambio, esconde su rostro tras el maquillaje blanco; no deambula por los espacios como su prima escocesa sino que se dirige resuelta por entre habitaciones fastuosas. La puta es madre; la santa es virgen. La tesis de la película –que en nada peca de original– propone a María e Isabel como la dos caras de una misma opresión, ejercida, claro está, por el patriarcado. Y para ello no escatima en paralelismos, de hecho, construye toda su narración bajo este principio: ambas reinas son filmadas de espaldas mientras caminan por largos pasillos de sendos decorados; o se ve a una y a otra, sucesivamente, mirar hacia el cielo; de las dos se muestra su relación con su séquito y con sus amantes. En definitiva, lo que se patentiza es que una, para sobrevivir, se ha tenido que doblegar, y la otra, para no ser doblegada, se ha tenido que masculinizar. A ninguna de las dos reinas le fue permitido ser plenamente mujer; y al relato no se le concedió poder ir un poco más lejos de lo obvio.
El desconocido más popular Un fantasma recorre Yo no me llamo Rubén Blades: el fantasma de la muerte. En “El escritor argentino y la tradición”, a propósito y en contra de la necesidad de ciertos escritores de salpimentar todas sus obras con el “color local”, Borges decía que “ser argentino es una fatalidad” y que, por lo tanto, “lo seremos de cualquier modo”. Si se trae a colación semejante cita de autoridad, no es solo para que se floree quien escribe estas líneas. Aunque no lo parezca, tal boutade borgeana es pertinente. En primer lugar, porque la palabra fatalidad abraza una doble acepción que sobrevuela de manera constante este documental que retrata al multifacético artista de origen panameño. Fatalidad es destino y también es desgracia, y ambas, en este caso particular, estructuran lo narrado. Rubén Blades –quien, según sus propios dichos, tiene más pasado que futuro– accede a protagonizar su biografía audiovisual porque la piensa como parte de su testamento. Varias personas de su entorno íntimo, amigos y conocidos han muerto (la película da cuenta de ello intermitentemente) y la finitud de la vida resuena con mayor estruendo ahora, a sus 70 años. Este testamento parece aún más urgente con la llegada hace poco tiempo de un hijo ya mayor y de una nieta adolescente. Entonces, Blades quiere ser él mismo el que relate su vida, el que ofrezca su legado al público, a su público, exponiendo un punto de vista propio y adelantándose a cualquier otra interpretación. “Tú vas a hacer cosas grandes”, recuerda el cantante-compositor-actor-abogado-político que le profetizaba su abuela, la misma que a los cuatro años le dijo que tanto ella como él algún día se iban a morir. Así es como destino y desgracia se entrelazan desde el comienzo de la narración. Y, paso a paso, teniendo estos dos vectores como ejes, se transita por todos momentos claves del ídolo latinoamericano: el desembarco en Nueva York; la primera composición musical; el primer éxito internacional; la asociación con la más famosa disquera de salsa y con Willie Colón; el doctorado en Harvard; las canciones emblemas “Pedro Navaja”, “Tiburón” y “Plástico”; el tardío reconocimiento de su paternidad; las incursiones en el cine; la creación del movimiento político Papa Egoró; y la postulación a presidente de su país. El director, Abner Benaim –confeso acólito de su ídolo–, propone un retrato cronológico de la vida de Blades, con las consabidas entrevistas al protagonista más los testimonios de familiares y colegas (las famosas cabezas parlantes de la jerga del documental). Como es habitual, emplea, además, imágenes de archivo de programas televisivos, ruedas de prensa, recitales y películas. No faltan tampoco las filmaciones de los lugares de la infancia, del barrio, y de los espacios que el cantautor habita en la actualidad. Si bien se podría decir que el contenido se engulle a la forma y que al film es posible tildarlo de cierta chatura pues nunca intenta ir un poco más allá de la manera canónica en que la vida de un artista es retratada cinematográficamente, triunfa en hacer conocida a la personalidad desconocida más popular, como alguien catalogó alguna vez al autor de “El cantante”. Y es que son tantas sus aristas que, aunque famoso, siempre falta por enterarse de alguna de sus facetas. Retomando la boutade inicial (a pesar de que nunca nos alejamos demasiado), Blades –cuyas reflexiones acerca de sus procesos creativos y sobre su interioridad son cautivadoras en su agudeza– piensa, como Borges sobre lo argentino, que ser panameño es una fatalidad. Por eso, canta, habla y exuda Latinoamérica. Por eso, no importa que resida la mayor parte del tiempo en Estados Unidos y que debido a esto sea criticado por algunos de sus compatriotas, ni interesa que comenzara su carrera como cantante en Nueva York o que haya participado en decenas de películas de Hollywood. Panamá está con y en él y no necesita esforzarse para conseguir ese mentado color local. Esto es algo que queda patente en las canciones, en el compromiso social y hasta en su acento y en su andar. Mientras que el fantasma de la muerte es la desgracia que siempre lo ha acechado, su destino ha sido y es ser panameño. Y, en todo caso, la salsa nunca ha dejado de constituir su hermoso sino.
Simplemente María Al comienzo de la película, la famosa soprano explica: “Hay dos personas dentro de mí. Quisiera ser María pero debo estar a la altura de la Callas.” De esta manera se inicia el recorrido propuesto por el novel director Tom Volf por el perfil de una de las artistas más notables (y, tal vez, más controvertidas) del siglo XX. Que el documental empiece de esta manera no es azaroso en modo alguno; es la declaración de principios que regirá todo el montaje de la extensa cantidad de material de archivo de la que dispone el realizador. No por nada el título original es Maria by Callas y no Callas by Maria. Lo que aquí se trata es de encontrar a la persona detrás del mito, a la mujer detrás de la diva, al ser humano detrás de la celebridad. A partir de lo público se intenta construir una biografía íntima. Es por ello, además, que después de estas palabras inaugurales de la cantante se muestre un retazo de su escritura, de su caligrafía y, luego, su firma. (¿Hay algo más personal, más característico de uno, que la propia letra?). Entre los varios aciertos del film, es imposible no destacar en primer lugar la profusión y diversidad del material recabado: entrevistas radiales y televisivas (americanas y francesas); fotografías tanto publicitarias como personales; filmaciones caseras que muestran a Callas en su intimidad; cartas a amigos y a Aristóteles Onassis (que toman cuerpo y resonancia emotiva en la voz de Fanny Ardant); grabaciones de ensayos y de funciones de ópera que abarcan toda su carrera profesional; imágenes del backstage de Medea, la película de Pier Paolo Pasolini protagonizada por “la tigresa”, tal fuera el mote con el que era apodada. Todo esto fue dispuesto en una narración cronológica que solo permite que la historia de la Callas sea contada por Callas misma. Así, se van intercalando el material de archivo y las palabras que surgen de las cartas de la diva interpretadas por Ardant. No necesita, entonces, de una voz en off que contextualice los hechos, ni de leyendas escritas que brinden información. Tampoco hay entrevistas o testimonios de amigos o enemigos, salvo un pequeño momento en el que Elvira de Hidalgo, mentora y maestra musical de la soprano, recuerda con cariño y admiración a su alumna. Resulta lógico que esta sea la única interrupción en la predominante palabra de protagonista puesto que Callas deja claro que la consideraba su única y verdadera familia. Si se tiene presente cuántas imágenes hay de la cantante con sus perros, la mujer detrás del mito, parece decir la película, era alguien de una profunda soledad. A contrapelo de la perspectiva actual, ella creía (para horror de los feminismos) que “lo más importante para una mujer es tener un hombre para ella y hacerlo feliz”, algo que añoró siempre y nunca pudo conseguir. Como el dramatismo desplegado en las óperas que le eligió interpretar, la vida de María Callas, aun si breve (murió a los 53 años), estuvo plagada de increíbles logros pero también de muchos infortunios. Del padre de la diva casi no hay mención; de la hermana, apenas si se muestra una fotografía. La mala relación que sostenía con una madre ‒en sus palabras‒ ambiciosa, exigente y desamorada marcó desde muy temprana edad su personalidad. La separación de su marido fue menos dolorosa que pública y escandalosa. Debió renunciar a su ciudadanía americana para poder anular su matrimonio según las leyes griegas y, de esta manera, aspirar a casarse con Onassis. Sin embargo, sin previo aviso y de un día para otro, el magnate se casó con la viuda de John Fitzgerald Kennedy. El documental, aunque complaciente con la figura de la diva, dice tanto por lo que habla como por lo que calla. Nada hay de su abrupta pérdida de peso al inicio de su carrera, de sus famosas diatribas o de su supuesto intento de suicido. Algo se expone de su tendencia a la depresión, pero todas estas son cuestiones que, más que explicitarlas, el relato deja que el espectador conjeture. En cambio, la generosidad de la película reside en la música. Siempre la música. Como son tanto sus obras como sus palabras aquello que define a una persona, la belleza interpretativa de la Callas se muestra en todo su esplendor. Las más bellas arias de su repertorio ‒las de Tosca, de Carmen, de Madama Butterfly, entre tantas otras‒ están ahí para demostrar la importancia de la mujer, de esta mujer, en el canto lírico, en la música, y, por extensión, en el arte todo.