Hechos y leyendas de una extraña obsesión.
El periodista Daniel Riera llegó a la cena anual del Círculo de Ventrílocuos Argentinos del año 2008 solo, y terminó yéndose acompañado por un hombrecito de 79 centímetros, morocho, de ojos saltones, nariz chata y boca grande al que días después llamaría Oliverio. Ese muñeco sería el puntapié de su incursión en el universo de la ventriloquía, a la vez que disparador de una minuciosa crónica publicada hace cuatro años por la editorial Tusquets bautizada, claro está, Ventrílocuos. A lo largo del relato se vuelve una y otra vez a Chasman y Chirolita, máximos referentes de la disciplina en el país y figuras ineludibles de los programas ómnibus de la televisión del siglo pasado. La dupla “Ch” es también el centro narrativo ¿Dónde estás, Negro? O al menos de sus primeros minutos, ya que lo que seguirá después es una exploración del complejo vínculo entre esos hombres y mujeres con sus muñecos.
Estrenado en una de las secciones paralelas del último Bafici, el primer largometraje del realizador Alejandro Maly –hijo del actor Arturo, fallecido en 2001– se divide en tres capítulos. El inicial, “Chasman y Chirolita”, se sirve de testimonios a cámara e imágenes de archivo para trazar un recorrido por la historia de Ricardo Gamero, el pie humano de la pareja, desde sus inicios en la ventriloquía, en los 50, hasta su muerte, en 1999, año a partir del cual el destino de su alter ego de paños y madera es una auténtica incógnita que el film apenas sobrevolará más adelante. El fragmento es más que un aporte bibliográfico; es también una elegíaca reflexión sobre un mundo del espectáculo caído en desuso, anclado en esos tiempos de anchos televisores de tubo que el film usa como ventanas hacia el pasado. Es cierto que es una elección visual algo obvia, pero muestra a Maly como un documentalista preocupado no sólo por los fines informativos de su trabajo, sino también por su articulación con el sentido de las imágenes.
Sobre el cierre de este capítulo empieza a construirse una pátina de oscuridad en derredor de Gamero, a quien varios le achacan, incluso cuando nadie parezca muy dispuesto a ensuciarlo, una tendencia al alcoholismo y la soledad, además de un peligroso apego hacia su muñeco. Esa oscuridad coqueteará con la locura en las últimas dos partes del relato. “Los ventrílocuos” y “Los muñecos” analizan el legado de Chasman y Chirolita en el presente, yendo y viniendo entre las referencias de los artistas contemporáneos a sus maestros e ídolos y una indagación en sus facetas personales y laborales. Algunas lagunas narrativas no impiden observar cómo esas facetas se entreveran hasta formar un todo indivisible, con el ejemplo máximo de uno que confiesa sin tapujos estar tan enamorado de su muñeca y que piensa en ella cuando tiene sexo. Maly no hace hincapié en las connotaciones de esa afirmación, limitándose a escucharla sin enjuiciarla ni burlarse de ella, como si entendiera que esa “gente grande que juega con muñecos”, tal como la define Riera en el subtítulo de su libro, no hace más que disparar sus propias fragilidades a través de las armas del humor.