¿Cómo filmar la infancia? ¿Cómo filmar una edad que, con el paso del tiempo, se supone superada para siempre o tal vez involuntariamente olvidada? La infancia, decía J-F. Lyotard, es una edad de la vida que nunca cesa; vive en el adulto entre los intersticios de su discurso, pues se trata de una prehistoria (privada) cuyas huellas legibles son más jeroglíficos que signos descifrables.
En clave pop y alucinada, Spike Jonze impregna cada fotograma de ese tiempo sin tiempo llamado infancia. Lo que se calla se ve, lo que se olvida deviene fábula. En efecto, la infancia, en Donde viven los monstruos, fulgura y se materializa como imagen del mundo, un cosmos inestable, poblado de criaturas y paisajes imaginarios, en el que un niño intuye una verdad intolerable: la soledad no es un accidente sino un principio y un destino.
Max es un niño de 9 años. Vive con su madre y su hermana mayor. En un memorable pasaje edípico, Max, acostado debajo del escritorio, juega con las medias de su madre mientras ella escribe en la computadora. Se miran, se reconocen: es la postal de una simbiosis física y genética.
Ese lazo idílico será puesto en riesgo por dos hombres: un pretendiente podría robarle la exclusividad afectiva, pero es su profesor de ciencias quien, indirectamente, habrá de causar su mayor ansiedad e inquietud: el sol algún día morirá. Es una predicción científica que Max retomará de vuelta a casa mientras su madre maneja, y que volverá a presentarse cuando en un ataque de bronca se escape de su casa y se refugie en un mundo imaginario al que llegará navegando. Allí, Max será el rey, y sus súbditos, unos monstruos amigables, esperarán que conjure el miedo. El resto es aventura y juego.
Basada en un breve cuento ilustrado de Maurice Sendak (18 dibujos, 338 palabras), Donde viven los monstruos reproduce la percepción de la niñez y su lenguaje. La altura de cámara casi siempre coincide con la perspectiva de Max; los diálogos parecen escritos por un niño. Si en ¿Quieres ser John Malkovich? Jonze intentaba imaginar cómo se veía el mundo desde el cerebro de un actor reconocido, aquí su intento pasa por vivificar una experiencia alguna vez vivida como niño pero ahora totalmente inconmensurable, al menos, para la conciencia de todo adulto. Una panorámica de Max en su navío diminuto en altamar compendia la conquista de su empresa: Jonze transcribe un estado de ánimo en planos cinematográficos.
Mientras que un ogro verde cuya marca registrada son las flatulencias y los provechitos invade las salas (y la imaginación) de la ciudad, los monstruos que importan viven en otra película. Carol, KW, Judith, Ira y Alexander, monstruos inolvidables, no venden sus almas para promocionar hamburguesas y esperan por nosotros.