Hay formatos que no resisten traspasos, que fueron diseñados para determinados soportes y allí anclaron tanto su identidad como su razón de ser. La serie de Nickelodeon, Dora, la exploradora, establecía un público infantil comprometido; sus narrativas se ajustaban a una intención pedagógica e inclusive aplicaban un ilusorio menú interactivo, como si al mirar el dibujo estuviésemos ante un ordenador cliqueando opciones.
Dora, la exploradora supo nutrirse de una franja etaria de entre 2 a 7 años –exceptuando adultos que disfrutaron a Dora usando de coartada a sus hijos–, por ende es sospechoso que un dibujo animado de estas características obtenga su live action.
Claro que puede trasladarse a formato fílmico productos como Peppa Pig o Los Teletubbies, pero a condición de entender que no será posible respetar el ADN, que estos productos celebrados en televisión deberán deformarse para alcanzar algún tipo de dignidad en la pantalla grande.
A este acertijo de formatos se enfrenta Dora y la ciudad perdida, sin lograr resolverlo en lo más mínimo. Quiere ser una película de aventuras y de iniciación pero también quiere mantener los tics de Dora, la exploradora. La mutación es abominable: lo naïf del dibujo sobrevive como una protuberancia dentro de una cadena de escenas de acción. De repente Dora, en medio de la jungla, se pone a cantar y le enseña a una amiga a hacer "popi" cavando un pozo; inmediatamente después reciben el ataque de una tribu guerrera. Estas oscilaciones son constantes y provocan un profundo estupor.
James Bobin, su director, parece conciente del problema e inserta algunos chistes metatextuales que pretenden exponer lo ridículo del ensamble. Su osadía se queda corta, afectada de timidez, limitada a diálogos sueltos que cuestionan por qué Dora mira a cámara o sobreactúa con voz chillona.
Existe una secuencia que intenta arrastrar la película hacia otra dimensión, una diferente a la de esta Indiana Jones para principiantes, y que involucra toxinas alucinógenas. Los personajes quedan tan drogados que se perciben como animaciones y piensan del mismo modo que lo hacían en la serie animada. El contraste es tan eficaz e inspirado que puede leerse como una autocrítica: ¿qué posibilidad teníamos nosotros, los realizadores, de hacer una película decente de Dora, la exploradora atados a las bajadas de marketing?
Además de todas estas inexactitudes estéticas, Dora y la ciudad perdida se enfrenta a una disputa de público: mucho gag físico y animales en CGI para los más chicos (está el mono Botas y el zorro Swiper), sitcom de secundario para los adolescentes y un apelotonamiento de secuencias de acción para mantener despiertos a los adultos. Si este collage resulta desalentador, sugerimos quedarse hasta los créditos, en donde se dispara la última bala con un videoclip de reggaetón.