Una comedia romántica francesa sin demasiados hallazgos.
Dos amores en París empieza con Juliette (Alexandra Lamy) siendo dejada por su pareja, un hombre harto de las indecisiones. Ella sufre una suerte de imposibilidad crónica de elegir aun entre las opciones diarias más banales: la lectura de la carta de un restaurante como suplicio.
Sobre esa base, el director, guionista y autor del libro en que se basa el film, Eric Lavaine, construye un relato que apuesta todas sus cartas a la blancura de la comedia romántica más clásica. Allí estarán, entonces, las citas con chicos de Tinder (y toda una explicación sobre la aplicación) y algunos encuentros casuales, hasta que finalmente llega el amor. Y por partida doble.
Sucede que la protagonista se enamora de un acaudalado bancario que primero la rechaza y después vuelve rendido a sus pies, y en ese interín conoce a un reputado chef dispuesto a adueñarse de su corazón, para alegría del padre gastronómico de Juliette.
Hay una línea muy delgada que separa lo naif de la tontería, lo lúdico de la puerilidad. Dos amores en París coquetea siempre sobre esa cornisa, hasta que sobre el Ecuador del metraje se lanza al vacío. Ni siquiera la inocencia generalizada permite sostener la credibilidad de una serie de situaciones venideras que incluyen, entre otras cosas, una propuesta de matrimonio en simultáneo. Lo que era ameno aunque fácilmente olvidable se vuelve una disyuntiva en cuyo resultado se entrevé una reivindicación con olor a moraleja.