Lo sé. Lo sabemos. Sin dudas hay un anclaje cultural en el hecho de ser París un lugar ideal para enamorarse y ser feliz. No hay cine del mundo que no haga referencia a esto, aún sin filmar allí. Si vamos a éste caso, el título “Dos amores en París” parece decirlo todo en términos argumentales, la traducción del original, que sería algo así como “lo difícil de elegir”, tampoco es muy sutil.
Nadie puede negar la interesante introducción de este estreno. En el resumen inicial vemos a una niña (narrada en off por su versión adulta) a la cual la idea de tener que elegir entre una cosa u otra, la lleva a frustrarse indefectiblemente. Su madre, por ejemplo, le explica: “Si Kennedy hubiese elegido un auto con techo no hubiese pasado lo que pasó” (¡Qué!?) Luego, a partir de la muerte de su progenitora, decide que desde ese momento en adelante dejará que su padre elija todo por ella.
Este hecho de la infancia lleva (y nos lleva) a Juliette (Alexandra Lamy) hasta la edad de cuarenta años sin poder resolver el problema. En la construcción intrínseca y tácita del personaje está la mayor falencia de este estreno y no tiene que ver con la idea, sino con su forma.
Me hubiese gustado cruzarme con cierto colega, experto en varias cuestiones del balero, para despejar dudas, pero seguramente diría que es lo de menos pues el planteo de marras, es insólitamente negado a partir de actitudes de la protagonista que contradicen la propuesta. La demostración de este punto, raro en el cine francés, reside en el casting.
Es de admitir que entramos en un terreno subjetivo como lo es un registro actoral (especialmente en el género de la comedia), pero bien vale para entender este análisis. Estamos frente a una mujer de carácter dubitativo, inseguro, temerosa de tener que tomar decisiones durante, al menos, treinta y pico de años.
Un guión que pretende contar un personaje de estas características requiere de un trabajo que aporte a tal fin. Alexandra Lamy ofrece exactamente lo contrario. La actriz denota una paleta claramente histriónica y de notables recursos para la comedia. Desborda energía en cada toma. Sus movimientos, ya sea para atender el celular o para agarrar una copa de vino, tienen una fuerza exacerbada para el personaje que encarna. Lo mismo sucede con sus gestos faciales o con su voz en casi toda la película Es como si el personaje de Ilsa en “Casablanca” (Michael Curtiz, 1942) hubiese sido interpretado por Susana Giménez.
Indudablemente Alexandra Lamy tiene capacidades interpretativas, pero la sensación latente frente a lo que pretende reflejar su personaje en el texto cinematográfico habla de una libertad incongruente, o probablemente más acertado, de una incoherente dirección actoral. Así, más allá de lo inverosímil de la edad del conflicto (por su construcción narrativa), la idea de saber a quién elegir entre dos hombres virtuosos, cada uno en lo suyo, resulta tan arbitraria como improbable.
“Dos amores en París” es un producto oportunista que no da cuenta del cine francés, sino de su pretensión de ser Hollywood al divino botón. Es más. Hasta las canciones hacen anclaje en un pop en inglés que ni siquiera es contemporáneo a esta actualidad, en un momento suena “Everybody hurts”, de R.E.M. como si no hubiese canciones francesas que expresan los mismo, sino más bien a caprichos de un director anclado en lugares comunes sin siquiera la suficiente personalidad para resignificarlos.