Una de tiros
Hay películas que saben lo que tienen a disposición, lo que están en condiciones de contar y entregan justo lo que prometen. Dos armas letales pertenece a este grupo de films que Hollywood entrega cada tanto, con una estructura y diseño sin fallas, sólidos, que encuentran en su previsibilidad su mayor virtud pero también su límite.
El film arranca en media res, en mitad de la acción, sin explicar demasiado, y a medida que se van sucediendo los saltos temporales nos vamos dando cuenta que Robert “Bobby” Trench (Denzel Washington) y Michael “Stig” Stigman (Mark Wahlberg) son un agente de la DEA y un oficial de la inteligencia naval, respectivamente, trabajando encubierto con el objetivo de desbaratar a un cartel de drogas. El problema es que ninguno de los dos conoce la identidad del otro y acaban tendiéndose mutuas trampas. Y cuando roben un banco que resulta tener mucho más dinero del esperado, se darán cuenta que tienen como adversarios no sólo a los narcotraficantes, sino además a sus propios colegas y hasta a la CIA. Obviamente, no les quedará otra que unirse frente a la adversidad.
Dos armas letales toma como excusa y soporte una novela gráfica creada por Steven Grant para actualizar las típicas buddy-movies de acción, cuyos ejemplos más emblemáticos son Arma mortal, 48 horas, El último boy scout o Duro de matar 3-la venganza. La película no ahorra en violencia, desnudos, insultos y humor negro. Su apuesta hacia la diversión es lisa y franca: eso se puede ver, por ejemplo, en una escena totalmente arbitraria donde los dos protagonistas se persiguen en unas camionetas en el medio del desierto, que explora lo humorístico a través de la fisicidad.
Para sostener un film como estos, se precisa que la pareja protagónica posea dos virtudes: carisma individual y química en el vínculo que establezcan. Washington y Wahlberg cumplen con creces esas metas. El primero ya es a esta altura especialista en hacer de tipos complejos en sus comportamientos, rudos, en extremo profesionales, con dosis precisas de masculinidad (coqueteando también con el machismo e incluso la misoginia, pero sin caer en lo burdo, incluso problematizando esas nociones). De hecho, si se repasa buena parte de su filmografía, entre la que podemos destacar a El demonio vestido de azul, Asesino virtual, Poseídos, Día de entrenamiento, El plan perfecto, Deja vú, Gángster americano y Protegiendo al enemigo, se puede ver cómo ha ido enarbolando toda una visión sobre la ley: sus contextos, visiones, sujetos, sus formas de aplicarla o romperla. El segundo ha sabido apartarse rápidamente del rol de galancito (de hecho, ya lo puso en crisis en Boogie nights), burlándose incluso de su físico y adaptándolo tanto al policial como a la comedia, hasta combinando ambas vertientes. Además, es en extremo ágil para los diálogos (en Ted alcanza la excelencia en este ítem) y se mueve en la pantalla con una naturalidad llamativa, como si no estuviera actuando. Del mismo modo, a pesar del estatuto de estrella que tiene cada uno, supieron en Dos armas letales complementarse con eficacia, sin pisarse en absoluto.
El director islandés Baltasar Kormákur, realizador de Invierno caliente y que venía de realizar la mediocre Contrabando (también con Wahlberg), es lo suficientemente astuto como para darse cuenta que no importa tanto la credibilidad de la trama (por momentos demasiado enredada) sino el ritmo con que se la cuente y va a lo seguro, apoyándose en el desempeño no sólo de los dos actores principales, sino además en el resto del reparto: Paula Patton, James Marsden y Edward James Olmos están perfectos, pero el que se lleva todas las palmas es Bill Paxton, encarnando a un villano tan coherente como despreciable.
Con su estilo seco y directo, sin concesiones ni demasiadas vueltas de tuerca morales, Dos armas letales es como un viaje en el tiempo hacia las dos últimas décadas del siglo pasado, que se disfruta sin culpas, aunque nunca pasa de la medianía. Tampoco lo intenta, porque es consciente de que le basta con lo que dispone y su honestidad es irreprochable.