Una película inolvidable, por lejos de lo mejor estrenado en el año
Qué falta nos hace. Qué necesario es el arte cinematográfico de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne, tal vez los mejores retratistas de nuestros tiempos. El hombre y la mujer occidental visto a través de la sencillez de sus conceptos merecen un tratado aparte, como también su forma de filmar cronológica según lo que indica el guión. Capaces de visitar un set dos, tres, o más veces con tal de que el nivel interpretativo de los elencos que reúnen puedan, además de poner su talento al servicio de la construcción de los personajes, transitar la progresión dramática respecto de las circunstancias que viven.
Prácticamente afiliados a los premios en todos los festivales del mundo (en especial en Cannes), sólo hace falta mencionar “El niño” (2005), “El silencio de Lorna” (2008) o “El niño de la bicicleta” (2013), como para que cada vez que se avecina un nuevo estreno uno se vaya relamiendo y esperando con ansiedad. Así llega, luego de un par de postergaciones y el paso por Pantalla Pinamar y por Les Avant Première de este año, “Dos días, una noche”.
Lo primero para señalar es el contexto de crisis económica en el cual se emplaza esta historia pero, en lugar de utilizarlo para esconderse detrás del folletín de ocasión, los hermanos utilizan la situación como un manto, un velo invisible debajo del cual están, conviven e intentan sobrevivir los personajes. Sandra (Marion Cotillard) se entera de una mala noticia: ante una violenta reducción de presupuesto en la fábrica, y sin que ella hubiese asistido ese día, sus compañeros han optado por obtener un pago extra de dinero a cambio de votar a favor de su despido. Según las reglas, ella tiene un fin de semana para convencer a sus excompañeros de rectificar su decisión y así poder conservar su empleo. A partir de ese momento somos testigos del derrotero de Sandra que junto con su marido (Fabrizio Rongione) van casa por casa tratando de hablar con todos.
El guión y la dirección de Jean-Pierre y Luc Dardenne, además de estar fenomenalmente escrito en función del balance entre narración pura y transición, plantean la profundidad de las miserias humanas a partir de la necesidad y del instinto de conservación. Ya no hace falta contar que el sistema se fagocita a la clase trabajadora y por eso pueden coquetear con los dos factores que amplían el drama en grandes proporciones. Sin ampulosidades ni golpes de efectos innecesarios, los talentosos artistas confían en la suficiencia que de por sí supone enfrentar o mejor dicho, confrontar la humillación y la búsqueda de dignidad contra la culpa y la indiferencia. Cada dialogo, cada gesto y cada paso que dan los personajes van aumentando el nivel de angustia en ambos extremos, mientras que la parte patronal, el gran cuco de este cuento, oficia como una omnipresencia que no parece desaparecer, aún si este problemita tuviese un final amable. Lo magistral de este planteo es que desde el vamos ningún espectador puede imaginar que alguien salga ganando aquí.
Gracias a un argumento que ofrece un personaje muy generoso, pero sobre todo por su capacidad, Marion Cotillard ofrece por lejos el mejor trabajo de su filmografía. La postura corporal, la forma urgente de caminar, la contención ilimitada para o dejar salir la bronca y la impotencia, el vacío de mirada frente al golpe, son sólo algunos de los recursos que esta extraordinaria actriz (nominada al Oscar por este papel) entrega en cada plano.
“Dos días, una noche” tiene ya en su título una idea del tiempo disponible, otro factor fundamental que juega como un irreductible e insobornable enemigo. Una película inolvidable, por lejos de lo mejor estrenado en el año. Brillante.