Conciencia de clase
Una mujer duerme en un sofá. El teléfono la despierta. Es joven y hermosa; está triste. Todo en ella es cotidiano, conocido, pequeño y propio para una trabajadora de clase media baja como ella y como yo. Saca una pizza del horno. No hay ninguna música pero en el sonido ambiente, en la forma de descubrir el espacio, en el color de la imagen: ahí están la tristeza, el desorden, el sopor de la tarde, la soledad. El llamado telefónico de una amiga cercana nos informa el conflicto: Sandra (simple y bella Marion Cotillard) está intentando volver a su trabajo luego de una depresión, pero el empresario con el que mantiene la relación de dependencia ha decidido que no puede pagar el bono anual al resto de los empleados y recontratarla. O una cosa o la otra.
La decisión está en mano de los compañeros del trabajo, que ya han votado y han elegido quedarse con el dinero. Pero la amiga de Sandra tiene la esperanza de persuadir al jefe para votar otra vez y lograr que el equipo la apoye. Eso implica, para una persona depresiva, luchar, tener fuerza y pedir. La palabra clave es “convencer”. Animarse a decir, hacer el intento, ser convincente. Ir uno a uno pidiendo ayuda, convenciendo. Venciendo en conjunto.
Sandra tiene dos hijos y un marido que la ama. Hace cuatro meses que no hacen el amor. Él intenta apoyarla, sostenerla; pero sus hijos la enloquecen, la depresión se cuela, las pastillas son esa presencia a la vez salvadora e inquietante. Sandra llora en silencio. Tiene que hacer el intento de conservar su trabajo. El trabajo, el sentido, algo para entender qué está haciendo ahí, qué es lo que vale la pena recuperar. La ciudad suena simple y ajena.
Hay una cámara que la acompaña: somos nosotros. Ella es completamente cierta junto a una cámara delicada y respetuosa pero dolorosamente incisiva. Sandra es real cuando se mueve, cuando mira, cuando respira y cuando espera. La cámara corta poco y nada, se mueve con ella y nos deja verla, sentirla. Todo sucede, fluye, se escucha, se huele. Su cuello; los hombros a través de la musculosa ajustada, la desprolija colita de caballo, el jean. Los ojos y las manos.
La película se estructura en una serie de viñetas, de pequeños sucesos: cada encuentro de Sandra con un compañero al que convencer de dejar su bono y votar por ella. Tiene solo un día para convencerlos, un día y una noche. Así conocemos a cada uno de los personajes, metidos de lleno en el conflicto ético de qué hacer: si jugarse por el trabajo de una compañera o recibir el bono anual de mil euros. Como Sandra está apurada y la situación es tremendamente incómoda, los espacios suelen ser umbrales: puertas, pasillos, halls de entrada. La pregunta parece ser quién la deja entrar, quién al menos se permite la duda. Los cuerpos pelean en el borde de las ideas, dan cuenta del nerviosismo, del límite. Ahí en la pista donde se ven los pingos, diría algún tango porteño.
Los compañeros de trabajo de Sandra, en general, están en aprietos. Precisan ese bono, como yo lo precisaría. No hay verdadero trabajador que no comprenda la sensación de necesidad de una platita extra; lo que depositamos ahí, el pago de una deuda, la compra de algo necesario, un aire, un pequeño respiro. La situación expone la contradicción más evidente del capitalismo: no se puede estar en dos lugares a la vez. Si un trabajador elige jugarse por los demás, anteponer la ética al pragmatismo, tiene que renunciar hasta a los más pequeños beneficios personales y eso implica quedar afuera, abdicar de ciertas cosas, salirse. Perder, bah, en la materia y en la idea. To be a loser.
El lugar que nos queda es el de preguntarnos qué haríamos. Resulta difícil juzgar a los personajes y la película no lo hace: más bien ilustra el tipo de vínculo que estas situaciones despiertan, cómo tocan otras cosas, cómo ponen en juego las relaciones de poder, las historias personales, la memoria, las marcas de origen. Y en cada encuentro resulta imposible negar que hasta las decisiones más personales están atravesadas por la política: esa extraña forma abstracta del lenguaje humano. Tal vez sea ese el verdadero sentido de la conciencia de clase: no algo vinculado al acuerdo ideológico sino algo mucho más concreto, más cercano al acto de identificar a aquel que incluso en el desacuerdo ocupa un lugar parecido al mío.
Sandra se desmorona muchas veces oscilando entre el posible triunfo y el posible fracaso. Cuando logra convencer a alguno, nos alegramos con ella; cuando le cierran la puerta, la vemos desbarrancar. Es terrible cómo está contada la sensación de desgaste de la lucha que el personaje emprende: el miedo, el orgullo, los picos de tristeza infinita. El contexto que ahoga también es el único sostén, la posibilidad de salir adelante, y en esa paradoja la relación de pareja está narrada con una ternura y un realismo muy profundos, muy bellos.
La situación límite llega a su punto máximo al otro día, después de que se encontró con todos, en el momento en que van a volver a votar. Sandra espera, en uno de los planos más duros de la película, en tiempo real, qué es lo que va a pasar con su futuro. Y nosotros esperamos con ella. Entonces la película vuelve a girar sobre sí misma como un trompo para demostrarnos claramente cómo el conflicto por la felicidad o las ganas de vivir que podamos tener no está afuera, no es posible que dependa de otros, por más extremas que parezcan las circunstancias. Cómo la libertad, finalmente, no es una conquista pragmática sino ideológica, que tiene algo de epifanía, por qué no, de locura. Y que bueno, nos cambia la vida aunque sea un ratito: ese efímero y gozoso momento en que uno sabe que está comprometido con uno mismo y con lo que cree, y sale afuera y siente que rearma su propio andar, sus piernas, su corazón adentro. Sandra habla por teléfono con su marido, sonríe, camina, se aleja despacio de la fábrica. Siento que estoy frente a una obra de arte que me habla directamente, que sin ninguna estridencia me arenga y me consuela, y que por eso es revolucionaria.