La flauta con la que Mariano toca con su cuarteto de música antigua suena mal. En realidad, es él quien suena mal. Desde su intento de suicidio una bala aparentemente le quedó incrustada en una parte del estómago y estaría provocando que el sonido salga raro, sucio, doble. “Parecemos un quinteto”, dirá una de las integrantes del grupo.
No es el único ruido raro que asoma y perturba, misteriosamente, a lo largo de DOS DISPAROS, la nueva película de Martín Rejtman. Desde que se pegó esos dos tiros –que por razones misteriosas no le produjeron casi ningún daño–, su mamá Susana lo obliga a andar con un celular prendido en todo momento, por las dudas. Pero el celular es viejo y no saben cómo sacarle el sonido, que aparece en los momentos menos oportunos. “Lo único que conseguí es cambiarle el ringtone”, le dice a su hermano, Ezequiel, con quien está viviendo después de El Episodio. Y hasta uno podría suponer que Yago, el perro de la familia, desapareció tras escuchar los disparos.
El ruido del cuerpo (que también resuena en los detectores de metales y lo obliga a quedarse afuera de varios lugares), aseguran, se irá en algún momento, pero nadie sabe bien cuándo. De hecho, la bala no aparece en las radiografías. Para sacar el del celular no queda otra opción que envolverlo en una servilleta, meterlo dentro de una agarradera de cocina y esconderlo dentro de un cajón. Igual, bajito, seguirá sonando. Lo mismo pasa con el arma o con los cuchillos o con todas las cosas que Susana quiere sacar del medio para que a Mariano no se le de por repetir su inexplicable intento de suicidio. Volverán a salir a la luz. Nada se puede esconder del todo, nada se puede tapar para que no se note nunca.
Dos_disparos_Rejtman_1DOS DISPAROS empieza siendo la historia de Mariano y de las repercusiones de sus actos, pero pronto el relato empieza a girar hacia otras avenidas narrativas, como si Rejtman decidiera utilizar la expresión “disparador” de una manera literal y la bala que rozó la cabeza de Mariano siguiera zigzagueando a lo largo del filme. De a poco la historia comenzará a centrarse en Ezequiel, su hermano, y en su intento de relación con Ana, que trabaja en un local de comidas rápidas y que “hace dos años”, dice, se está separando de su novio. Y de ahí pasará a las idas y vueltas de un nuevo miembro femenino del cuarteto de flautas, a una amiga fiestera de Ana, a una conquista por internet de la amiga de Ana y, casualmente, a la madre de este chico que terminará uniéndose a Susana en unas vacaciones pesadillescas en las que se seguirán sumando más y más personajes dentro de una trama que parece seguir una lógica de “elija su propia aventura”. A tal punto es así que, en cierto momento, Mariano, Ezequiel y los disparos parecen haber sido olvidados por completo.
A diferencia de anteriores filmes de Rejtman, DOS DISPAROS tiene una libertad narrativa inusual, más similar a la de su literatura (los cuentos de TRES CUENTOS, su reciente libro, se accionan con la misma lógica de permanentes derivaciones y cambios de punto de vista) que a la de su cine previo, aunque de ellos conserva su gusto (casi su “marca de estilo”) por las actuaciones que apuestan por cierta inexpresividad gestual y en las que los textos se dicen con mínimas inflexiones. Esa “rigurosidad” de los comportamientos (y de la puesta en escena) está como atravesada aquí por una libertad inusual en lo que respecta a los giros dramáticos. Si bien en sus filmes anteriores la acumulación de sucesos –encuentros y desencuentros, viajes, sumatoria de episodios– estuvieron siempre presentes, aquí llegan a un extremo llamativo aún en su obra, especialmente respecto a lo que la alejan del, ok, disparo inicial.
Dos_disparos_Rejtman_2Y lo que finalmente termina generando la película es una fascinante contradicción entre acción e inacción, entre vacíos llenos de palabras que muchas veces no significan nada y una angustia latente que queda marcada en el espectador a la manera de una película de suspenso a partir de los disparos del principio. “No estoy ansioso ni deprimido”, le dice Mariano a su hermano cuando rechaza las pastillas (“ansiolíticos y antidepresivos”) que su mamá le dio para tomar, pero su rostro y su decisión de pintar su casa de negro para una fiesta podría dar a pensar lo contrario. Lo mismo hace su madre, que se toma una excesiva cantidad de pastillas para dormir, pero tampoco parece reconocer la presencia de problema alguno.
Está, sí, el ruido. Ese que permanentemente recordamos como una señal de algún tipo de molestia, llamémosla, existencial. No hay figura paterna en esa familia, pero de eso no se habla, de la misma manera que el cuarteto de cuerdas siempre vuelve a convertirse en trío porque uno “abandona” sin demasiadas explicaciones. DOS DISPAROS cruza a varias generaciones en su recorrida narrativa y anecdótica, atraviesa varias separaciones, rupturas y uniones que nunca se concretan, pero casi siempre el espectador termina volviendo a Mariano, a Susana y a Ezequiel. A esa familia normal a la que un día los problemas se les escaparon de abajo de la alfombra (de los estantes, de las cajas, del césped del jardín) y el único que se dio cuenta fue el perro.