Delicada coreografía con bailarines parcos
Al espectador convencido de que el cine que vale es sólo el que emociona y exalta, el que es capaz de inquietarlo con una intriga detectivesca y tranquilizarlo con una moraleja final, seguramente le costará reconocerle méritos al cuarto largometraje de ficción de Martín Rejtman (1961, Buenos Aires). Es que la propuesta de Dos disparos pasa por otro lado.
El comienzo, con su protagonista adolescente, Mariano (Rafael Federman), bailando envuelto en las luces intermitentes de una discoteca, parece invitarnos: bailemos, juguemos, el movimiento es lo que importa. Después de verlo ingresar solo a su casa, cumplir con una rutina veraniega y hallar un revólver escondido, iremos descubriendo que el crescendo narrativo y el costumbrismo son reemplazados aquí por un delicado movimiento de piezas en cada plano, por la musicalidad con la que son coreografiados pequeños gestos, por el divertido cruce de personajes que se expresan con parquedad e interactúan como alelados. No queda claro –y no debería importar– si estamos ante un drama o una comedia: si es un drama (a eso parecen llevar algunos conflictos que se desatan y la inalterable seriedad de sus actores), es suave y desapasionado; si es una comedia, es de las que están hechas para despertar sorpresa y sonrisas antes que sonoras carcajadas.
El film despliega su gracia a través de un uso inteligente del fuera de campo (los misteriosos e insólitos “dos disparos” que ejecuta Mariano sobre su cuerpo), la minuciosa elección de los encuadres y construcción de los planos fijos (hay sólo dos o tres travellings, uno en la bella escena del coche acelerando a orillas del mar), la elección y caracterización de los actores respondiendo a tipos físicos cercanos a personajes de un comic (los adolescentes con su encanto neutro, los adultos con sus tics algo ridículos), la manera con la que Rejtman entrelaza y relaciona hechos triviales (los aparatos telefónicos que no se encuentran o suenan cuando no deben, los pedidos al delivery, los encuentros en un local de comidas rápidas, la búsqueda del perro), los pudorosos destellos de un humor sutil (Liliana/Daniela Pal, con sus modales bruscos y su físico poco glamoroso, aclarando que sus tres hijos son del mismo padre aunque sabemos que dos de ellos son mellizos; la joven pareja que dice estar “separándose” desde hace años; los módicos problemas que le depara a Mariano el andar por la vida con una bala instalada en su cuerpo; las idas y vueltas del cuarteto de flautas y sus discusiones en medio de los ensayos).
En algunos gestos de Dos disparos pueden encontrarse ecos de Buster Keaton, Robert Bresson o algunos cineastas más cercanos en el tiempo (Hal Hartley, Wes Anderson). Sus personajes de inconfundible clase media –con sus características distracciones y limitaciones económicas– parecen, sin embargo, piezas de una maqueta armada con detalles diversos, elementos de un atemporal cuadro de situaciones. La fotografía de Lucio Bonelli y la música barroca interpretada mansamente por Mariano junto a sus esquivos compañeros y su profesor Peter (Walter Jacob, de Historias extraordinarias y Los paranoicos), conducen a sensaciones agridulces, lejos del efectismo y la incitación a emociones predigeridas.
Es cierto que podría haber (¿por qué no?) un grado mayor de disparate y una resolución más ingeniosa, cerrando con mayor sagacidad el entramado de enredos. Pero Dos disparos exhibe todo el tiempo esa lógica curiosa, esa frescura, esa belleza límpida y sencilla que son el sello de Rejtman, quien (a diferencia de otros directores de lo que algunos han llamado “nuevo cine argentino”) sigue manteniéndose fiel a su estilo, sin especulaciones.