Un grandes éxitos, en modo circular
En la nueva película del director de Rapado aparecen marcas personales conocidas, tanto en la carnadura y carácter de los personajes como en su modo de narración. Con ello consigue buenos resultados, pero de notorias resonancias con títulos anteriores.
A casi diez años de su última película de ficción y después de un pasodoble en el género documental, Martín Rejtman vuelve al primer amor con Dos disparos, donde aparecen otra vez y de modo reconocible los elementos que en algo más de veinte años de carrera modelaron el universo personal de este director fundamental del cine contemporáneo argentino. Virtual iniciador con Rapado (1992), le guste a él o no, de lo que una década después sería bautizado con el nombre de Nuevo Cine Argentino (NCA), el estreno de su nueva película coloca a Rejtman en un lugar paradójico. Porque desde su debut hasta acá es mucha el agua que ha corrido bajo el puente del NCA, una corriente que supo ser torrentosa y desbordante, que casi llegó a agotarse, pero que en los últimos años consiguió renovarse con una nueva generación de nombres y títulos que sin querer, como siempre, le dieron nuevo impulso. Sin embargo, esos vaivenes casi no se perciben en el recorrido que trazan los cuatro largometrajes de ficción de Rejtman: más allá de los evidentes progresos técnicos que separan a Rapado de Dos disparos, o de los ajustes en la fluidez con que una y otra son narradas, en esencia no hay distancia cinematográfica entre ellas.
Decir que Rejtman vuelve a sus obsesiones de siempre es una de las formas de explicar la situación descripta. Un modo distinto para definir el mismo escenario sería decir que en Dos disparos Rejtman filma desde la comodidad de un lugar que conoce muy bien, del que ciertamente obtiene los mejores resultados posibles, pero que no representa un aporte sustancial a lo que había mostrado (con creces) en sus films anteriores. La anécdota del adolescente que en una tarde calurosa de verano decide pegarse dos tiros con un arma que encuentra escondida en el cuarto de herramientas de su casa es apenas la punta de un ovillo que, al desenrollarse, irá uniendo los centros nodales que el director ya visitó antes. Debe decirse que esas dos balas no sólo no matan al protagonista, sino que vuelven a colocarlo en el centro del mismo universo indolente cuya inercia lo empujó a esa acción, que él ejecuta con la misma apatía con la que hasta entonces cortaba el pasto en el fondo de la casa familiar. Aunque es posible pensar a este chico y al protagonista de Rapado como las dos caras de una moneda, tal vez sería más acertado decir que en realidad representan la misma.
Existen directores que consiguen componer exitosas variaciones para hacer sonar las notas recurrentes en nuevas melodías narrativas. Para que la cosa no se convierta en una reiteración, es necesario que el compositor, sabiendo que no puede cambiar esas notas, asuma el riesgo de variar el eje sobre el que hará girar la nueva pieza. Un riesgo que no se percibe en Dos disparos. Así como en Rapado una madre de-
satenta ponía falsamente fuera del alcance de su hijo la sierrita que éste usaba para robar motos, la madre de este otro hace exactamente lo mismo con el revólver. Lo curioso es que ambos instrumentos –que para los jóvenes representan un vehículo peligroso con el que buscan despegar de una realidad incómoda– acaban en el mismo lugar: un cajón de la cocina en donde ellos vuelven a encontrarlos.
Pero no se trata sólo de coincidencias circunstanciales puestas en espejo: en sus películas los vínculos familiares siempre están carcomidos por una indiferencia idéntica. Y la alienación como patrón de conducta vuelve a manifestarse en la compulsión por regresar siempre a los mismos lugares (la casa de videojuegos en Rapado; la discoteca y el aeropuerto en Los guantes mágicos; la hamburguesería y de nuevo la disco en Dos disparos), espacios que favorecen la distancia entre los cuerpos. Porque si algo define a las criaturas de Rejtman es la repulsión por el contacto físico: en sus films la gente casi no se toca. Los amigos no se abrazan, los novios no se acarician, los padres no besan a sus hijos y las parejas rara vez comparten la cama. Todo matizado con las mismas (y efectivas, por cierto) pinceladas de humor seco y siempre montado sobre un relato de estructura circular, donde los personajes se van cediendo el protagonismo para terminar más o menos en el mismo lugar en que todo empezó, pero cambiados. Para seguir con la metáfora musical, no es inapropiado definir a Dos disparos como un grandes éxitos de Martín Rejtman: lo mejor de su cine vuelve a aparecer, pero la canción sigue siendo la misma.