La falta del diálogo.
Nos podríamos preguntar cuántas historias caben en una película, y Martín Rejtman nos convencería de que muchísimas, enlazadas una a otra, atadas por la casualidad o la causalidad, por personajes o acciones previas, ligadas azarosamente hasta comenzar por donde se empezó: en una casa, con un adolescente que se pega dos -sí, dos- tiros “por impulso” y sale ileso de la aventura.
Los dos disparos son tan solo el puntapié inicial, la excusa que tiene el autor para explayar el universo futuro de los personajes que rodean al joven suicida, más allá de que sean cercanos (madre, hermano) o que vayan apareciendo de casualidad y no tengan relación con él, como los personajes que van surgiendo hacia el final.
Híbrido entre comedia y drama, Dos Disparos es un filme que evade los géneros y se presenta como una serie de situaciones encadenadas, contadas en un tono monocorde hasta el hartazgo, sin que el menor rasgo de sentimiento -más allá de una suerte de aburrimiento, cierto letargo que se presenta en cada palabra proferida, en cada paso dado- se adivine en sus rostros o en sus discursos.
Es curioso que Rejtman logre que en su película los ruidos y los silencios sean más valiosos que las voces. La secuencia inicial en donde la voz se ausenta, presenta más potencia narrativa que todo el resto del metraje, plagado de diálogos insostenibles incluso para un universo particular como el planteado aquí. El ruido de un teléfono que no para de sonar y no se puede apagar o el silbido que emite el joven suicida en cada ensayo de flauta aportan más elementos de comicidad que cualquier conversación dentro de la película. Pero son los parlamentos de los personajes, el guión escrito y su forma dicha, los que conspiran contra el interés del espectador: la modorra -por adrede que sea- que acompaña a cada personaje, la manera autómata en que emiten sus discursos, sin pausas, como enumeraciones interminables de datos sin importancia, y las palabras mal elegidas, como salidas de un libro antiguo, que conforman esos discursos robóticos.
Se pueden hallar, hilando fino y con mucho entusiasmo, una serie de burlas a la incomunicación, una cierta descripción irónica de la vida moderna, con personajes que en su mayoría no son nadie ni se dedican a nada. Incluso podemos ponernos a dilucidar el por qué de esos disparos, que parecieron salir de la nada y generar apenas algo. Pero lo más lógico es padecer con el devenir anárquico de una serie de personajes que viven como sonámbulos en un mundo sin ton ni son, durante 105 minutos que parecen muchos más.