Lo de siempre, pero bien hecho. Chad Stahelski se pone por primera vez al mando de un largometraje luego de una muy extensa trayectoria como doble de riesgo y director de segunda unidad en Sin Control (John Wick, 2014). Este debutante realizador norteamericano dirige a Keanu Reeves luego de haberlo reemplazado en las escenas peligrosas de Punto Límite (Point Break, 1991) y Matrix (The Matrix, 1999). Sin Control es una cinta de acción que intenta mezclar estilos estéticos sin salirse del libreto preestablecido del género. Por un lado, tenemos la oscuridad permanente y un despliegue muy cercano al videojuego; por otro, todos los lugares comunes de una película de acción: el matón retirado, la sed de venganza, el protagonista invencible, la ejecución inconclusa y el final mano a mano. Los clichés están absolutamente todos, la gran diferencia está en la manera en que se muestran cada una de esas situaciones en cámara. Stahelski demuestra su experiencia en el rubro con escenas de acción de una factura técnica admirable, coreografías bien ejecutadas, claras a la vista pero también -dentro de lo que el género permite- verosímiles, y ahí está su gran acierto. La historia también es repetida: John Wick solía ser el matón estrella de un mafioso ruso, pero se retira al conocer al amor de su vida. Luego de la muerte de su mujer, el hijo del mafioso que solía ser su jefe tiene la mala suerte de robarle su auto de colección y matar a su perro, el único haz de esperanza que tenía en su vida. Entonces Wick deberá resucitar a su asesino dormido para tomar venganza contra sus viejos conocidos. El buen nivel de la película se evidencia claramente en dos escenas dentro de la primera mitad de metraje. Primero, la presentación del protagonista, en boca de su antiguo jefe, cuando le explica a su hijo que se metió con el tipo equivocado y que no importa qué haga, John Wick lo va a matar. Luego, en la primera secuencia de acción del film, cuando el buen John se carga una decena de matones que lo buscan en su casa. ¿Cuántas veces vimos esta escena? Un grupo de muñecotes armados que intentan emboscar al protagonista. ¿Diez veces, cien veces? Stahelski demuestra que no importa, siempre se puede hacer mejor. A partir de la segunda mitad, el valor de las geniales escenas de acción va mermando y la importancia del flojo devenir de la historia toma más protagonismo. El encargado de darle un poco de vitalidad a la trama -el poco experimentado Derek Kolstad, que venía de escribir dos películas protagonizadas por Dolph Lundgren- no supo mantener el guión al nivel de la factura técnica y ni siquiera intentó evitar los clichés, que a medida que se acerca el desenlace se vuelven más caprichosos y exasperantes. A pesar de todo, Sin Control es una gran oportunidad para los fanáticos del género puedan disfrutar de la misma historia de siempre, pero filmada con tanto cuidado e intensidad que lo demás deja de importar.
Persiguiendo la zanahoria. Dada la cantidad de films sobre el tema, ya es hora de considerar a las películas sobre la dictadura como un género más dentro del cine, al menos en la región. El caso de Zanahoria es particular, porque si bien su historia nos toca de cerca al centrarse en esta temática, está basada en una crónica periodística real y nos cuenta sobre los crímenes sucedidos durante el gobierno de facto en Uruguay, en donde pareciera que la historia permanece más oculta que en nuestro país. Zanahoria cuenta la historia de dos periodistas de un semanario incipiente que son contactados por un exmilitar que les ofrece entregarles información sobre crímenes de la dictadura, incluida la “Operación Zanahoria” (la exhumación de cuerpos enterrados clandestinamente) a la que hace referencia el título. Sin embargo, las reuniones secretas se van sucediendo y la información clave no aparece, envolviendo a los periodistas en una duda incómoda: ¿Vale la pena dedicar tanto esfuerzo, trabajo y tiempo en un informante secreto si es para descubrir esa verdad oculta? Zanahoria, segundo film de Enrique Buchichio (El Cuarto de Leo, 2009), es técnicamente despareja, tan capaz de sumergirnos en climas oscuros e intrigantes y de una corrección formal admirable (las escenas de las reuniones dentro de los coches están muy bien logradas, especialmente sus aciertos en la iluminación) como de desconcertar con una notable falta de ritmo en la consecución de los diálogos en las escenas más sencillas, como en los primeros 15 minutos de metraje, que ocurren principalmente en la redacción del semanario. Esa falta de ritmo, esa escasez de tacto en la dirección de las escenas, termina por sepultar el trabajo de algunos actores, que parecen por momento marionetas leyendo parlamentos. Sin embargo, el fuerte de Zanahoria está en la historia que cuenta, en la intriga bien llevada que propone desde la aparición del informante (un convincente César Troncoso, el mismo que actuó en la genial Infancia Clandestina) hasta el desenlace, a pesar de poner en el camino algunas escenas repetitivas y algún cliché demasiado visto (la mujer embarazada de uno de los protagonistas). Crímenes aberrantes, engaños, ambición, simulación, y dos periodistas persiguiendo su zanahoria. Suficientes condimentos como para disfrutar de una película que, curiosamente, fue estrenada en varias cadenas de nuestro país.
La falta del diálogo. Nos podríamos preguntar cuántas historias caben en una película, y Martín Rejtman nos convencería de que muchísimas, enlazadas una a otra, atadas por la casualidad o la causalidad, por personajes o acciones previas, ligadas azarosamente hasta comenzar por donde se empezó: en una casa, con un adolescente que se pega dos -sí, dos- tiros “por impulso” y sale ileso de la aventura. Los dos disparos son tan solo el puntapié inicial, la excusa que tiene el autor para explayar el universo futuro de los personajes que rodean al joven suicida, más allá de que sean cercanos (madre, hermano) o que vayan apareciendo de casualidad y no tengan relación con él, como los personajes que van surgiendo hacia el final. Híbrido entre comedia y drama, Dos Disparos es un filme que evade los géneros y se presenta como una serie de situaciones encadenadas, contadas en un tono monocorde hasta el hartazgo, sin que el menor rasgo de sentimiento -más allá de una suerte de aburrimiento, cierto letargo que se presenta en cada palabra proferida, en cada paso dado- se adivine en sus rostros o en sus discursos. Es curioso que Rejtman logre que en su película los ruidos y los silencios sean más valiosos que las voces. La secuencia inicial en donde la voz se ausenta, presenta más potencia narrativa que todo el resto del metraje, plagado de diálogos insostenibles incluso para un universo particular como el planteado aquí. El ruido de un teléfono que no para de sonar y no se puede apagar o el silbido que emite el joven suicida en cada ensayo de flauta aportan más elementos de comicidad que cualquier conversación dentro de la película. Pero son los parlamentos de los personajes, el guión escrito y su forma dicha, los que conspiran contra el interés del espectador: la modorra -por adrede que sea- que acompaña a cada personaje, la manera autómata en que emiten sus discursos, sin pausas, como enumeraciones interminables de datos sin importancia, y las palabras mal elegidas, como salidas de un libro antiguo, que conforman esos discursos robóticos. Se pueden hallar, hilando fino y con mucho entusiasmo, una serie de burlas a la incomunicación, una cierta descripción irónica de la vida moderna, con personajes que en su mayoría no son nadie ni se dedican a nada. Incluso podemos ponernos a dilucidar el por qué de esos disparos, que parecieron salir de la nada y generar apenas algo. Pero lo más lógico es padecer con el devenir anárquico de una serie de personajes que viven como sonámbulos en un mundo sin ton ni son, durante 105 minutos que parecen muchos más.
Trapitos al sol. Un subgénero algo olvidado por la maquinaria hollywoodense como el de las películas de juicios vuelve -aunque a medias- en el nuevo filme de David Dobkin, El Juez. El director, acostumbrado a la comedia y que viene de ponerse tras las cámaras en películas como Si Fueras Yo o Los Rompebodas, aquí cambia completamente de registro y nos brinda un dramón familiar con toques de “trial film”. Nos cuenta la historia de un exitoso abogado de Chicago (Robert Downey Jr.), enemistado con su padre, que debe volver a su ciudad natal en Indiana para defender a su padre (Robert Duvall), un eminente juez de gran trayectoria, en un juicio. Sin embargo, lo que finalmente importa no es el veredicto del jurado sobre el acusado, sino el del viejo juez sobre su propio hijo. El caso que convoca al abogado, un arrollamiento y muerte que involucra a un potencial enemigo del juez, sirve aquí como un importante elemento de intriga. Pese a que todo indica que el viejo es culpable, el juez no sabe -o no cuenta- qué fue lo que sucedió. Una serie de tópicos van apareciendo en el tapete: el honor, el legado, la honestidad, la ley como única igualdad de los hombres y todo eso se mezcla entre la historia “legal” y el pasado familiar, todas aquellas viejas heridas que dejaron más que algunas cicatrices. El apartado actoral es, sin la menor duda, lo mejor del film. En especial cuando se dan los tan mentados “duelos” entre los dos protagonistas. Las acaloradas discusiones, los diálogos hirientes, pero también los pocos momentos de acercamiento entre estas dos almas dolidas, devienen en escenas logradas, capaces de conmover aún en las situaciones en donde es más fácil caer en la chabacanería o la cursilería. El guión encamina correctamente la historia, intercalando la temática judicial con la familiar, pero en especial por la manera en que va diseminando la información y develando los misterios, pequeñas dosis de verdad que ayudan que ambas progresiones dramáticas se desenvuelvan. Sin embargo, los guionistas Nick Schenk (Gran Torino) y Bill Dubuque fallan enormemente al decidir que esas dos vías narrativas confluyan literalmente en una sola, como si el tribunal se convirtiera en el living de una casa o en el consultorio del terapeuta. El otro desacierto es la constante intromisión de personajes secundarios (con un elenco que incluye a Vera Farmiga, Billy Bob Thornton y Vincent D’Onofrio) e historias divergentes desaprovechadas que solo sirven para sumar minutos innecesarios al metraje y desviar la atención del conflicto principal. En conclusión, El Juez es una película dispar, tan lejos de ser memorable como de algunas de las poco inspiradas obras dirigidas por el director en el pasado. Ya sea que los espectadores valoren más sus defectos que sus aciertos o viceversa, lo que indefectiblemente vale la pena es ver en pantalla nuevamente a Robert Duvall, haciendo un papel que le cae como anillo al dedo.
Juventud perdida. Todo parece indicar que el target adolescente es el nuevo gran negocio de Hollywood y Maze Runner: Correr o Morir es un nuevo exponente de esta situación. Basada en una serie de novelas de James Dashner y pronta a tener secuelas, esta ópera prima del director Wes Ball -otrora encargado de efectos especiales y departamento de arte, y sin ningún parentesco con el también director Uwe Ball- vuelve a centrarse en un futuro distópico, tan de moda en las ficciones actuales y en particular en este nuevo subgénero teen. Thomas llega sin saber cómo ni quién es a una especie de campamento juvenil rodeado por cuatro muros gigantescos, que cada tanto se mueven para dar lugar a un inmenso laberinto. Organizados como pueden y todos en la misma situación de incertidumbre, estos jovencitos deben sobrevivir a las adversidades (entre las cuales se destaca la presencia de unas terribles alimañas cada vez que los muros se abren y volver con vida de las expediciones antes de quedar atrapados en ellos), pero la llegada del valeroso Thomas hará que las cosas comiencen a cambiar. Los puntos altos del filme de Ball son la dirección artística y un guión con pocas fisuras, que dosifica la información de manera estupenda, brindando solo lo justo y preciso para mantener al público expectante. Por momentos puede resultar exasperante la manera en que los propios personajes parecen no querer enterarse de lo que alguien les está por develar, pero es innegable que el mecanismo funciona para sostener el interés. Por otra parte, resulta destacable que la historia carece de las cursilerías gratuitas y diálogos vacuos que suelen rebosar en este tipo de propuestas. El elenco completo cumple con un buen trabajo, encabezado por Dylan O’Brien (Aprendices Fuera de Línea), Will Poulter (¿Quiénes son los Miller?) y Thomas Brodie-Sangster (el pequeño baterista enamorado en Realmente Amor). Maze Runner: Correr o Morir es una buena propuesta, dinámica, entretenida e inteligente, que no solo cautivará a los adolescentes, sino que también puede llegar a agradar a más de un adulto gracias a ese respeto que tiene por el espectador y la manera en que presenta su intrigante trama.
Buena... pero no tanto. Ante una película como Juntos... pero no tanto, uno se podría preguntar qué quedó de aquel gran director llamado Rob Reiner, responsable de clásicos de los ochenta como This is Spinal Tap y Cuando Harry Conoció a Sally, entre otros. La respuesta sería que no demasiado: su nuevo film es demasiado regular, demasiado poco audaz, demasiado simple como para que el grueso de los espectadores lo retenga en su memoria por mucho tiempo. Sin embargo, también podríamos hacer comparaciones menos odiosas y cotejar esta comedia romántica con los exponentes del género que se suelen estrenar en nuestro país. Lejos, muy lejos del tenor cómico soez que mantiene el paradigma humorístico hollywoodense de estos días, Juntos... es un filme que no apunta necesariamente a generar carcajadas sino que se preocupa más por conmover un poco, agradar otro poco y dejar finalmente a todos contentos, como corresponde. En una cartelera actual atiborrada de propuestas pochocleras o directamente para niños, el filme de Reiner toma una relevancia especial. La historia tiene como protagonista a Oren Little (Michael Douglas), un ser humano despreciable, egoísta y malhumorado que se ha dedicado toda su vida a vender casas y pretende vender la última, la propia, una espectacular mansión valuada en más de ocho millones de dólares, para retirarse a Vermont. Mientras espera concretar su venta, vive en un humilde condominio junto a un grupo de simpáticos vecinos a los que detesta, entre los cuales se encuentra Leah (Diane Keaton). Pero todo cambiará cuando Oren se vea obligado a hacerse cargo de una nieta de diez años, de la cual no sabía su existencia, ante el pedido desesperado de un hijo que deberá pasar un tiempo en prisión. Pese a que todos conocemos la estructura dramática de este tipo de películas -desde la sinopsis se deja ver que Oren irá ablandando su corazón a medida que avanza la relación con su nieta-, el guión de Mark Andrus (que también escribió Mejor... Imposible, una película con varias coincidencias con esta) es inteligente en la manera de desarrollar a su protagonista: Oren es un cínico empedernido, un egoísta extremo, pero el cambio no se produce de cualquier manera, sino que hay momentos límite que lo llevan a quebrar su coraza sentimental. Por otra parte, los momentos humorísticos están fuertemente apoyados en los diálogos, particularmente los de Oren con su vieja amiga Claire (una lúcida Frances Sternhagen), que aciertan en picardía y acidez. Lamentablemente, Reiner incluye algún momento de slapstick comedy bastante fallido, en el que volvemos a pensar qué quedó de aquel gran director de comedias de los ochenta. En el apartado actoral, Keaton parece repetir el papel que le ha tocado en los últimos años y parece natural, mientras Douglas, que también reincide en un rol que le es familiar, se ve exagerado, a flor de piel, siempre al borde de la sobreactuación. El propio Reiner tiene un pequeño personaje secundario y Sterling Jerins se ve muy dulce como la tierna nieta aparecida de repente. Juntos... no es un gran film, pero puede ser una oportunidad en una cartelera post vacaciones de invierno que tiene pocas propuestas para el público adulto. Será cuestión de seguir esperando, con más fe que otra cosa, que Reiner vuelva a dirigir un clásico del cine. Mientras tanto, tendremos que conformarnos con películas simples, pasatistas y con humor de salón, como esta.
Campamento de cerebros. En una de las primeras escenas del filme, una conversación durante un fugaz desayuno describe por completo a Kate King (Leslie Mann) cuando el personaje sugiere que debería acudir a un “campamento de cerebros” porque cada vez le cuesta más pensar. Más que brindarnos datos de la personalidad de la protagonista, esa charla ridícula nos hace pensar que es la gente como Kate la que va a disfrutar de la película, aquellos que necesitan un tratamiento que le ayude a ejercitar el cerebro y confunden el ginkgo biloba con Rocky Balboa. Esta loca idea se va confirmando en las siguientes escenas de la película, en donde presenciamos una venganza a punta de laxante, con sus lógicas y sonoras consecuencias, y el repertorio de chistes va por el lado de ver cómo Kate no puede aguantar vomitarse. Mujeres al Ataque es la octava película de Nick Cassavetes, un director que a lo largo de su trayectoria ha logrado pasar -con dispares resultados- por muchos géneros distintos. Entre sus mayores logros estuvo hacer de una novela de Nicholas Sparks algo disfrutable (Diario de una Pasión) y plantearse interesantes cuestiones político-filosóficas en películas como John Q y La Decisión más Difícil. En su primera incursión en la comedia, nos cuenta la historia de Carly (Cameron Díaz), una exitosa abogada que cree haber encontrado el amor hasta que se entera que su novio (Nikolaj Coster-Waldau) está casado con la mencionada Kate. La situación, en lugar de promover el odio, termina generando empatía entre ambas, que unirán fuerzas para vengarse. Más adelante conocerán a una tercera amante (la modelo Kate Upton), que terminará formando parte de su equipo.
Lo que el reo nos dejó. Los primeros tres minutos de Aires de Esperanza demuestran la pericia de un gran guionista y realizador, pues no le hacen falta más de dos o tres escenas y una voz en off para pintar el cuadro de situación que viven esta madre depresiva (Kate Winslet) y ese hijo magnánimo (Gattlin Griffith) antes de que la trama se desarrolle. Jason Reitman, responsable de películas muy populares en los últimos años (La Joven Vida de Juno, Gracias por Fumar, Amor sin Escalas) y alejado esta vez del humor ácido y canchero, nos brinda aquí un drama que sin un poco de cuidado en lo formal o narrativo podría haber caído directo al infierno del estreno directo a DVD. La separación a Adele (Winslet) no le pegó del todo bien y pese a que los años pasaron, cada vez se ve más temerosa del mundo exterior. Henry (Griffith) entiende fácilmente que hay un hueco en la familia y busca llenarlo a toda costa -conflictos edípicos mediante- aunque sin demasiado éxito. Esa falta será suplida de modo casual cuando Frank (Josh Brolin), un convicto que escapó de prisión, irrumpa en su casa buscando refugio. La aparición de Frank y la manera en que ambos terminan por aceptarlo bajo su techo es otro gran acierto de Reitman, que logra mostrarnos una situación algo difícil de creer como si no lo fuera. Para ello, el director se vale de una elección de tono perfecta para el personaje y una ejecución sin exabruptos de Brolin: Frank logra que Adele y Henry los ayuden sin utilizar la violencia física, sin necesidad de levantar la voz y con una serie de amables amenazas y sinceros ruegos que resultan convincentes para ellos y para nosotros. Hay miedo en Adele y Henry cuando permiten que un asesino se quede en su hogar, pero también es claro para ellos que ese hombre representa algo más, una bella oportunidad.
¿Valió la pena? Sobre el final de la película, un personaje pregunta de manera retórica, “¿Valió la pena todo esto?” ante una carrera callejera cuyo derrotero en términos monetarios parece haber sido un despilfarro. La pregunta queda picando, pero no tanto para el personaje al que va dirigida, sino para todos nosotros como espectadores, a punto de terminar estos 130 minutos de persecuciones, choques y motores rugientes. Need for Speed tiene una ventaja prácticamente única: entrega lo que promete. Desde el punto de vista comercial, se trata de un filme que fue concebido pensando en un tipo de espectador específico, el fanático de los automóviles, las carreras y la velocidad. Y ese público, el que vibra con tan solo mirar una carrocería y se emociona al escuchar el ruido de los escapes, difícilmente salga decepcionado luego de más de dos horas que transcurren casi completas al volante de sorprendentes bólidos. A menos que al espectador le interese un poco el relato que sirve como excusa para este largometraje. La primera mancha de Need for Speed aparece en su propia concepción: se trata de la adaptación a la gran pantalla de una franquicia de videojuegos que en 20 años de lanzamientos jamás tuvo un personaje ni algo ni siquiera similar a un argumento o una historia que contar. Cada vez más los videojuegos proponen historias complejas y muchas veces guionistas y actores de Hollywood colaboran con esta industria. No es el caso de Need for Speed, en donde lo único que importó siempre fueron los autos y las carreras.
El tono errado. En 1964, Sergio Leone ofrecía al mundo Por un Puñado de Dólares, el primer filme de la llamada “trilogía del dólar” y, según dicen, el que dio origen al género conocido como spaghetti western. El hecho de que una película tan sosa y torpe como Por un Puñado de Pelos tenga un título inspirado en su nombre suena más a ofensa que a homenaje. La curiosa idea de que un joven con problemas de calvicie (Nicolás Vásquez) conozca casualmente un salto de agua milagrosa que hace crecer el cabello en un pueblo remoto cuyo alcalde es nada más y nada menos que el exfutbolista Carlos “El Pibe” Valderrama, invita al espectador a ilusionarse con lo que verá. Si a eso le sumamos la presencia de Néstor Montalbano (responsable de sucesos televisivos como Cha, Cha, Cha y Todo por Dos Pesos) en la dirección y de Damián Dreizik (también de notable trayectoria como actor y comediante) en el guión, las expectativas se agigantan. Y así como dicen que mientras más grande, más ruido hará al caer, el desbarranco cinematográfico que presenciamos ante Por un Puñado de Pelos es tan estrepitoso que cuesta creerlo. El principal problema del nuevo filme del director de Pájaros Volando y Soy Tu Aventura no es que no tiene a Capusotto de protagonista, sino que cuenta con una narración torpe y pésimamente interpretada por el elenco que impide de manera sistemática la creación de un tono humorístico. El humor es el único camino que la historia debe tomar y brilla por su ausencia. Aquí no hay parodia a las películas del género -pese a la música símil western, a las gráficas típicas del lejano oeste y a los escenarios inhóspitos, ni el director ni el guionista ahondan en la temática para buscar el humor explotando esos recursos-, no hay gags, ni humor físico, ni diálogos desopilantes o siquiera ocurrentes. Sí hay absurdo, tal como se puede apreciar en la breve descripción del argumento o en la sucesión de situaciones que van aconteciendo a lo largo del metraje, pero ese absurdo no se asimila como un recurso humorístico. En la búsqueda del registro cómico, la narración falla constantemente en el tono y jamás logra que esos hechos injustificables y algo inconexos que aparecen en pantalla se puedan observar como un quiebre del curso natural, un corrimiento forzoso que derive en una historia bizarra.