Un joven se pega dos tiros. No le pasa nada con eso, o pasa de todo: de allí en más, las situaciones y los personajes construyen una cadena que parece absurda. Si el comienzo es dramático, lo que sigue es un deslizamiento constante hacia el absurdo. Pero no se trata de algo inhumano, ni de un alarde de manipulación: lo que hace Martín Rejtman –uno de los mejores cineastas argentinos: basta con ver “Silvia Prieto”, “Los guantes mágicos” y el hermoso documental “Copacabana” para comprenderlo– es retratar la vida en un infierno cotidiano. No porque se trate de un lugar de castigo, sino porque carece de salidas: de hecho, comienza con algo que puede significar la muerte y, sin embargo, tiene pocas consecuencias (a lo sumo un detector de metales se interpone entre el protagonista y la entrada a un boliche). En todo esto, Rejtman hace algo revolucionario: primero construye con las imágenes de lo cotidiano, un laberinto sin centro. Luego, en lugar de horrorizar al espectador con tan desesperada imagen (borgeana, de paso), le dice que la vida no es tan terrible y que, como dijo Oscar Wilde, las tragedias de los demás son de una banalidad extraordinaria. O que no hay nada intrínsecamente cómico –ni nada que no lo sea–, sino que depende de la distancia con que miremos y oigamos (Rejtman construye diálogos perfectos cuya redacción parece literaria pero es el cine y el registro de cómo se dicen lo que les otorga su efecto absurdo). Créalo o no, esto es una comedia absurda y tierna. Es sólo cuestión de intentarlo.