Apelando a un registro poco explorado en su filmografía, Daniel Burman logra con Dos Hermanos una pieza singular, en la que revisa el desgastado vínculo entre una pareja de hermanos en un tono de comedia agridulce. Si bien no es un género absolutamente ajeno a su estilo, el director de El nido vacío aborda aquí una vertiente de humor grotesco y costumbrista, cercana acaso a Jacobo Langser. En películas como Esperando al Mesías, El abrazo partido (que siguen siendo sus obras mayores) y Derecho de Familia los toques de humor y comedia se internaban en mundos judaicos, judiciales y afectivos, mientras que aquí ofrece una impronta diferente, acaso más familiera, pero también dotada de finas observaciones acerca de la soledad.
El fallecimiento de la madre de ambos desencadenará en el arranque del film un exilio en la otra orilla y una convivencia conflictiva, plagada de miserias, resentimientos, cuestiones nunca aclaradas, odios y amores encontrados. Aún así, más allá de un par de momentos de cierto patetismo, el film nunca alcanza clímax dramáticos de consideración. Que quizás no eran necesarios, porque también es cierto que Dos Hermanos posee una tónica contemplativa, que trata con mordacidad a sus criaturas pero sin desnudarlas con crudeza.
Las clases de teatro a cargo de Mario (un preciso Osmar Nuñez) son un capítulo aparte en el film, y muestran una verdadera galería de personajes y situaciones. La mixtura de dos estrellas del calibre de Antonio Gasalla y Graciela Borges, con sus peculiaridades expresivas a las que suman algunos matices, se vuelve una apuesta atrayente. Un bellísimo plano final en el marco de ese pequeño balneario uruguayo y unos cuantos inserts en los títulos finales aportan gratificaciones extras al espectador.