Dos hermanos levanta vuelo en el momento en que Susana (Graciela Borges) empieza a cansarse del disfraz que la hace odiosa. Mientras su hermano Marcos (Antonio Gasalla) aprende a tallarse un lugarcito en el mundo, Susana se ciñe aún más a las paredes de su atolladero existencial. Entonces la vemos recluirse en su casa, en bata y con el whisky en la mano, lejos de la siniestra careta kitsch. La vemos real. Alguna foto asoma por allí, en donde se la ve abrazada a un hombre del que nada sabremos (es la clase de discreción que se agradece). Quizás alguna vez Susana fue feliz. Cuando la película se vuelve realmente áspera, Daniel Burman gana contundencia y cercanía. Pero para llegar a ese punto tuvimos que atravesar más de una hora de cine hecho a reglamento, un film algo desvaído solo sostenido por dos presencias que son mucho más que la historia. (Hay que reconocer que Gasalla está muy bien, mientras que la Borges está sencillamente magnífica.)
Ella es opresora y finge una alcurnia que no tiene; él se resigna a acompañarla y quererla como puede. Detrás de ambos personajes se acumulan décadas de soledad, orgullos dañados y deseos cajoneados, un pasado que el guión apenas esboza y que sin embargo pesa mucho, al punto de borronear los pasos de comedia. Burman busca el gag pero sólo produce algunas sonrisas amargas, ya que aquí no bulle la espontaneidad que destilan otros trabajos suyos como Derecho de familia o El nido vacío. Es que en Dos hermanos se intuye una negrura larvaria que el director no se atreve a investigar por completo, tal vez porque la necesidad de liviandad es más fuerte. O rentable.