Hace unos cuantos años, teníamos las primeras noticias de Burman. No muchas ni muy bien diseminadas. En verdad, su película Un crisantemo estalla en cinco esquinas pasó desapercibida para casi todo el mundo pero pareció establecer para lo iniciados la cifra a partir de la cual se debían leer sus películas posteriores. Había algo en germen allí que era a la vez incómodo y fascinante. La impensable partitura de Burman, una combinación de acordes extraterrestres extrañamente engarzados bajo soles folclóricos y míticos de la Pampa Húmeda, no se adaptaba fácilmente a cualquier paladar. Ni falta que hacía. Una cosa era segura por aquel entonces: nadie necesitaba una película así, tan arrogante, tan espléndidamente alejada de cualquier modismo al uso, tan ambiciosa en el escándalo de su desmesura como bellamente fallida en su terminación. Nadie entendía qué pretendía hacer Burman, y acaso el propio director se descubrió de pronto a sí mismo trastabillando en el barro de la senda que empezaba a trazarse. Se imponían vientos de cambio, solo faltaba saber hacía adónde soplaban.
Trabajador incansable, el hombre puso enseguida manos a la obra dispuesto a probar una cuerda por completo diferente, un “run for cover” quizás; una zona provisionalmente a resguardo en la que la cuestión judía, por ser parte fundamental de su propia biografía, podía servir de aliciente y eficaz estímulo. Esperando al Mesías funcionó como preparación y lanzamiento de su díptico más celebrado, con Daniel Hendler haciendo de nexo entre el cine todavía deshilachado del director (la profusión de historias de esa película no terminaba de cerrar del todo) y aquel otro irreductiblemente urbano y anclado en la clase media en el que se inscriben El abrazo partido y Derecho de familia, acaso sus dos películas más redondas, amables y, en cierto modo, insubstanciales. Películas, también, sobre jóvenes que asumen con dolor los signos de su adultez, las dos mostraban a un director en la cima de su capacidad para construir diálogos a veces perfectos y en la eficiente dirección de actores para sostenerlos. Pero hay algo demasiado habilidoso en ellas, como si Burman hubiera encontrado una veta largamente buscada y se dedicara entonces a revolear con alegre displicencia pepitas brillantes al aire en la convicción de que todas ellas son de oro puro. En cambio en su siguiente película, El nido vacío, los gruesos costurones del relato bien a la vista, sus desarreglos y convenciones mal esparcidas y distribuidas, no impedían sin embargo que se apreciara del todo el riesgo que el director, en un nuevo golpe de timón, pretendía imprimirle a su cine. Ya no quería más jóvenes en sus películas sino la impudicia de una madurez insatisfecha y ligeramente desamparada, una planicie humana desolada a la que se agregaba, como un bien semoviente, el dilema de la creación artística minando el ánimo del personaje protagonista. El arte como salvación o desasosiego, entonces.
Dos hermanos trae de vuelta al arte pero desembarca prácticamente a las puertas de la vejez de sus personajes. Como un eco de su película de consorcio El abrazo partido, la primera escena se abre sobre un creciente parloteo de vecinos (copropietarios) que discuten y que precede a la imagen, debajo del fondo negro de la pantalla. Es un cálido comienzo, con gran timing para la comedia, en el que se aprecia el estilo que el director ha desarrollado en los últimos años, es la marca y el certificado de calidad que rubrica cada trabajo de Burman. Pero como en cualquiera de sus películas, la risa nunca está sola sino que suele ser la contrapartida de la pena y el desamparo. Dos hermanos tiene a dos estrellas como protagonistas (Graciela Borges y Antonio Gasalla, los hermanos de marras), que son el vehículo para varias escenas cómicas pero también representan, en su carácter de estrellas, precisamente, la conciencia no exenta de potencial irónico de la película.
Gasalla vuelve al cine después de varios años de proverbial ausencia. Su personaje es un solterón que pierde a su madre a los pocos minutos de empezar la película. Sólo tiene en el mundo a su hermana, una estafadora de poca monta que oculta detrás de su actitud altiva y avasallante una añoranza por tiempos de esplendor y holgadez familiar. Confinado casi a la fuerza por su hermana que se lo quiere sacar de encima en una casa vieja de Villa Laura, Uruguay, el personaje de Gasalla se dedica a la orfebrería y, súbitamente atraído por un dramaturgo del pueblo, le agarra enseguida el gustito al teatro vocacional. Pero resulta que al poco tiempo el personaje de Borges descubre que está tan solo como su hermano y las inofensivas trapisondas con las que se procura una fachada a la altura de sus ínfulas resultan cada vez más patéticas e inconducentes. Claramente desbalanceada, Dos hermanos refulge en el notable uso de las elipsis (una especialidad de la casa) y por momentos se pierde en la cuerda demasiado gruesa que pulsan sus intérpretes en más de una escena que parece descendiente directa de un sketch de televisión (la del cocktail, por ejemplo, en donde encima la mención a Mirtha se vuelve maníaca y sabotea su propio fuerza). En lugar de una comedia alegre y ligera sobre cómo ese par un poco grotesco se las apaña para sobrevivir en un mundo hostil, Burman parece ensayar un discurso sobre el carácter rehabilitador del arte en el que la presencia tutelar de Mirtha Legrand, la madre muerta y la Yocasta de Sófocles pasan a conformar una insólita constelación en la que el pasado y el presente, la vida y el arte, se ven inopinadamente enhebrados. Burman demuestra a esta altura que se esfuerza a cada paso para que su cine no pierda su apariencia de objeto industrial irreprochable. Ese esmero termina despojándolo de todo misterio pero no lo priva de ofrecer breves, volátiles resplandores a modo de compensación.