Viñetas para dos actores
Hollywood aplica a menudo la fórmula de alternar parejas de actores famosos, insertándolas, como figuritas intercambiables, en películas donde el guión y todos los otros elementos que hacen al cine como medio de expresión son un simple relleno: la gente acudirá al cine a verlos a ellos. En el cine argentino reciente hay ejemplos de esta estrategia comercial: Guillermo Francella-Natalia Oreiro, Guillermo Francella-Araceli González, Araceli González-Pablo Echarri, Pablo Echárri-Mariano Martínez, y siguen las duplas.
Puede decirse que, más allá de cuál ha sido el germen de este proyecto (basado en una novela de Sergio Dubcovsky, hermano de uno de los productores), Dos hermanos terminó siendo un producto sostenido en la presencia en pantalla de dos actores populares. El planteo es legítimo y recuerda a la reunión de otros dos buenos actores de importante trayectoria, Federico Luppi y Norma Aleandro, en Sol de otoño (1996, Eduardo Mignogna). Pero la historia de Dos hermanos se desenvuelve medio a los saltos, como viñetas, sin que se profundice demasiado ninguna de sus aristas.
Los hermanos en cuestión son Susana, una señora excéntrica y manipuladora (Graciela Borges), y Marcos, un sesentón reprimido (Antonio Gasalla), quien, al parecer, ha vivido a la sombra de su madre (Elena Lucena, presente en el cine argentino desde los años ’30, muy digna aquí con sus 95 años). Hay equívocas operaciones inmobiliarias, idas y venidas entre Buenos Aires y un apacible pueblo uruguayo, encuentros de distinto tipo que permiten la aparición de otros personajes (desde una reunión de consorcio hasta un cumpleaños familiar), y una apelación no precisamente original al teatro como vía de emancipación. Ciertos apuntes irónicos no parecen haberse aprovechado a fondo, como los comentarios discriminatorios de Susana (que bien podría ser amiga de la Beba que Norma Aleandro interpretó en Cama adentro) o la obsesión de la familia por ver por TV a una figura emblemática del resguardo de las apariencias como Mirtha Legrand. Los conflictos familiares que asoman –nada livianos– se diluyen entre líneas de diálogo graciosas y las intervenciones siempre desatinadas de Susana.
Eficaces toques musicales y algunas buenas ideas (el ruido de pasos que se mantiene con un cambio de escena, el giro tal vez onírico a la comedia musical como ocurría en El nido vacío) suman puntos a este film desparejo. Entre los méritos hay que señalar, también, el desempeño de Graciela Borges, algo exterior pero divertida, y con momentos –como cuando dialoga con una vieja amiga– en los que mirada y tonos de voz se ajustan acertadamente al estado de ánimo de su Susana en su costado más vulnerable. Antonio Gasalla, en cambio, recurre a sus tics habituales (ojos muy abiertos, la cabeza en movimiento) que remiten inmediatamente a sus criaturas para el teatro y la televisión. No es casual que, de sus varias participaciones en cine, la única celebrable haya sido la de Esperando la carroza, donde precisamente componía a uno de sus personajes.
En tanto, a favor de Daniel Burman (1973, Buenos Aires), puede destacarse su interés por abordar la comedia dramática con nobleza, así como el hecho de ir dando forma (con películas como El abrazo partido, Derecho de familia y El nido vacío), a una obra que habla de la familia argentina sin el conservadorismo costumbrista de antaño (del que abreva bastante Juan José Campanella), animándose a explorar –aunque no demasiado, siempre cuidadoso de no ofender a nadie– las contradicciones y las zonas oscuras que anidan en su seno.