La reina desnuda y el peón esclavo
Antes una película de escenas que un relato estructurado, las piezas que conforman el nuevo opus del director de El nido vacío son de calidad variable, pero se lucen tanto Gasalla como la Borges, en un papel que parece un prisma de toda su carrera.
Suele verse en Daniel Burman al convencido abanderado de formas narrativas tradicionales, asentadas sobre la clásica estructura en tres actos, tono ligero y accesible, personajes redondeados y actores de peso. Todo ello vela una faceta menos visible pero muy presente en su cine: el gusto por el desvío narrativo, la ocurrencia ocasional, lo accesorio incluso. Dominante en la primera parte de su obra (el corto Niños envueltos, de Historias breves, los largos Un crisantemo estalla en Cincoesquinas y Todas las azafatas van al cielo), a partir de Esperando al Mesías (2000) esa opción narrativa cede a formas de relato más orgánicas: las de El abrazo partido, Derecho de familia y El nido vacío. Ahora, de modo sorpresivo, Dos hermanos parecería dar una vuelta atrás, para reinstalar en la obra de Burman aquel viejo gusto por lo fragmentario, la observación del detalle menor, lo colateral antes que lo central.
Basada en la novela Villa Laura, de Sergio Dubcovsky, el guión de Dos hermanos, coescrito por Burman junto al autor (con colaboración de Marcelo Birmajer), le dedica menos atención al “hilo del relato” que al estudio de personajes. Y con él al juego, el cuerpo, el gesto de unos actores cuyo solo cartel demanda un plus de atención. Hay mucho mar de fondo entre Susana (Graciela Borges) y Marcos (Antonio Gasalla), capaces hasta de querer disimular su parentesco. La clase de persona que prefiere morderse la lengua antes que desatar algo ni remotamente parecido a un escándalo, Marcos es un orfebre sesentón, a quien el largo cuidado de la madre viuda y postrada (Elena Lucena, reapareciendo nada menos que a los 95 años) enseñó dosis parejas de resignación y represión. Tal vez haya ocasión, cuando ingrese a un grupo de teatro –dirigido por quien parecería su alma gemela o compañero perfecto– de sacar a la luz, por tardíos que parezcan, talentos y pasiones acallados durante (casi) toda una vida.
Si en el curso del relato, Marcos pasa de la opacidad a una forma de brillo personal, Susana describe el recorrido inverso. Rodeada de un halo de falso esplendor, hecho a base de modelitos exclusivos (algunos de ellos robados) y sombreros ridículamente chic, Susana –que cuando habla intercala palabras en inglés y francés– desarrolla una actividad frenética, pero virtual. Parece estar siempre ocupada, usa mucho el celular, lleva la cartera llena de tarjetas personales, en las que se presenta ora como agente inmobiliaria, ora como broker o art dealer. Todo indica que esa hiperactividad es más imaginaria que real. Cuando la vida de Marcos quede como suspendida en el aire, ambos iniciarán una forma de convivencia –más parecida a la de una diva y su asistente esclavizado que a la de dos hermanos, pero convivencia al fin– que incluye el traslado de él a una casa familiar olvidada, en un aún más olvidado pueblito uruguayo.
Tanto el autodescubrimiento tardío como el motivo del rey (la reina, en este caso) desnudo/a son tópicos que no constituyen mayor novedad. Advirtiéndolo tal vez, Burman prefiere diluir el eje narrativo y poner el acento en lo circunstancial. Antes una película de escenas que un relato fuertemente estructurado, las piezas que conforman Dos hermanos son de calidad variable. Las hay agudas, como las primeras de Susana en sus raids “inmobiliarios”, u otra en la que ella y Marcos se comportan, durante una recepción en una embajada, como las termitas del cuento homónimo de Isidoro Blaisten. Están las que rozan peligrosamente el lugar común, como las dedicadas al grupo de teatro “vocacional”, y las que se dejan arrastrar por la caricatura y el grotesco, como sucede en las dedicadas al cholulismo de los hermanos (sobre todo de Susana), obsesionados ambos con Mirtha Legrand. Si algunas ponen incómodo es porque esa es la intención, como ocurre en un velorio familiar, en el que Susana desciende hasta la sima misma de su narcisismo.
Como de costumbre en Burman, los rubros técnicos son impecables, con una fotografía de cristalina luminosidad a cargo de Hugo Colace. Pero como se ha dicho, Dos hermanos es antes que nada una película de actores, y en ese punto es loable que no se haya convocado a Antonio Gasalla para parafrasear alguno de sus monstruos de mayor repercusión, sino antes bien para retomar una cuerda más interna y oscura, en línea con viejos personajes de su cosecha. Notoriamente, el oficinista implosivo de La tregua. Susana es, a su turno, una suerte de prisma borgeano (por Graciela, no Jorge Luis), que refleja tanto las ingenuas de los comienzos como las señoras bian de las películas de Raúl de la Torre. La larvada locura de la señorita Plasini en El dependiente, el carácter terminal de Pubis angelical y Monobloc, la densidad de la Mecha de La ciénaga... Es casi, más que un papel, la coronación ofrecida a una actriz que en medio siglo de carrera empezó siendo un rostro (lo sigue siendo, asombrosamente) y terminó convertida en una complejidad de infinitas capas.