Dos hermanos

Crítica de Javier Luzi - CineramaPlus+

Fraternidad

Película humana, que no duda en criticar a su propio público potencial, y aprovecha el talento y el carisma de sus estrellas, Antonio Gasalla y Graciela Borges.

Susana y Marcos son hermanos. Adultos que han pasado la cincuentena. Adultos que no han sabido hacer de su vida lo que querían. Por acción u omisión. Ya escudándose en una falsa posición de sostén económico que procura alivianar la manipulación y la culpa, una; ya amparándose en la abnegación y la entrega filial para no ceder a la “tentación”, el otro.

Marcos se quedó a cuidar a su madre. Susana se casó, se divorció y maneja una agenda propia de la entrepreneur que ansía ser pero no es. Se quieren pero también guardan conflictos, resquemores, reproches que ya los (con)forman y a los que se habituaron: ella a sacar a relucir, él a agachar la cabeza y escuchar. Cuando la madre muera, la posibilidad de que la situación se cristalice aún más es propicia, pero los mismos movimientos que se llevan a cabo para asentar los roles de los hermanos serán también los que los lleven al cambio.

La relación de dominación que ambas mujeres -madre y hermana- ejercen sobre Marcos se irá diluyendo con la muerte de una y la lejanía impuesta por la otra en ese exilio uruguayo (una casa enorme, medio derruida, sin teléfono, en un pueblo pequeñísimo) y Susana verá cómo la vida que no tiene se le presenta sin avisar al perder el ejercicio cotidiano del control.

Burman se vuelve a internar en Dos hermanos (basada en la novela Villa Laura de Sergio Dubcovsky) en las relaciones familiares, pero ahora dando cuenta de ese período de la vida en el que uno supone que ya nada más puede ocurrirle, que no hay modificación posible, que sólo queda transcurrir hacia el (mejor) final. Y lo hace con la elegancia y la inteligencia que lo caracterizan. Con personajes complejos que trabajan los estereotipos y los quiebran y un guión que amalgama el humor y la melancolía, sorteando el melodrama, el costumbrismo o el grotesco, evitando el trazo grueso o el remarcar conceptos a través de los diálogos.

Es indudable que el director sabe que los nombres de Graciela Borges y Antonio Gasalla aportan más que las muy buenas actuaciones que entregan, consciente del star system nacional -y con el agregado de la adoración que los mismos personajes profesan por Mirtha Legrand-, se ofrece una lectura que atraviesa la película y aporta una ironía mordaz y vitriólica sobre el divismo, la construcción de las estrellas, las figuras populares y la misma popularidad. La otra cara de la moneda, un reverso donde observar la vida que se aparenta, la que se vive para el otro, la eterna figuración y el vivir de los recuerdos añorando el tiempo ido, vivir de lo que fuimos y ya no.

Burman se construye, en contraposición a Campanella, en un director que apelando al mismo espectador (clase media ¿con ínfulas?), evita la condescendencia y la palmada en el hombro. Ambos muestran los dones y las miserias de su público pero mientras el oscarizado los apaña y avala sus agachadas compensadas por su buena voluntad y mejores intenciones, el creador de El abrazo partido los expone y no los salva del horror de hacerse cargo. Aunque los personajes deban intentar amoldarse al cambio, ya la vida no vivida es irrecuperable, el tiempo perdido insalvable y la luz que vemos en el horizonte, es luz, sí, pero de un atardecer inevitable.

Ambos muestran los dones y las miserias de su público pero mientras el oscarizado los apaña y avala sus agachadas compensadas por su buena voluntad y mejores intenciones, el creador de El abrazo partido los expone y no los salva del horror de hacerse cargo. Aunque los personajes deban intentar amoldarse al cambio, ya la vida no vivida es irrecuperable, el tiempo perdido insalvable y la luz que vemos en el horizonte, es luz, sí, pero de un atardecer inevitable.