Un (auto) contradictorio éxito argentino
Dos hermanos, el séptimo largometraje de Daniel Burman es, en algún sentido, una propuesta digna de atención. No, no es una gran película. Pero es uno de los intentos más extremos ?sino el más? de lograr algo parecido a un cine mainstream local hecho por alguien de la generación de Historias breves (Burman dirigió el corto Niños envueltos). Es decir, hecho por alguien que formó parte de uno de los hitos de la renovación del cine argentino, y que cada vez más busca por el lado de algo que podría denominarse un profesionalismo apto para públicos progresivamente mayores (en número, y tal vez hasta en edad). ¿Es Dos hermanos, con Graciela Borges y Antonio Gasalla (que regresa al cine luego de una década), una buena película? No estoy seguro. O, mejor dicho, sí y no. Dos hermanos ?el número clave es el del título? son dos películas: una buena y una mala. Y, además, una exitosa en términos de público. (No deja de ser un mérito del nuevo cine argentino que ahora estas películas con estrellas y con aspiraciones masivas se escuchen y se vean bien; pero ese es un tema para otra nota.)
Vamos a la mala película, que se concentra sobre todo en la primera mitad, en la que los actores parecen dirigir la película, y en la que la construcción del andamiaje de la película se impone hasta con cierta violencia sobre las acciones de los personajes. Explico lo de los actores: en esta primera parte, pródiga en planos cerrados, los cortes de montaje están sobre gestos (algunos demasiado “de catálogo”) que evidencian con demasiada explicitud el sentimiento, la actitud, la psicología de los personajes. Corte / el gesto / corte. Poco de respiración, poco de tiempo genuinamente cinematográfico. Como si los actores le hubieran dicho a la cámara que se encendiera para el gesto y luego se apagara porque ya no hay nada más que mostrar que no sea el actor y su esforzado trabajo. Un ejemplo notorio de esto es el fundido a negro (un poco apurado, un poco televisivo) luego de la muerte de la madre de Marcos (Gasalla) y Susana (Borges). Explico lo del andamiaje: mientras se suceden planos con demasiada carga actoral, la música de Nico Cota está demasiado presente, y esa omnipresencia la vuelve sobreexplicativa, hasta molesta. Un ejemplo extremo de esto es cuando Marcos, ya en la casa de Villa Laura, toma un long play para ponerlo en el tocadiscos. La película no nos deja escuchar la música que pone Marcos sino que nos invade con la música incidental. En esa doble imposición de ciertos elementos de la construcción del relato por sobre la propia respiración de los personajes, y de las actuaciones por sobre la narración, naufraga la primera parte de Dos hermanos.
Vamos a la buena película, que está concentrada sobre todo a partir de la muy ajustada (en timing, en coordinación de las actuaciones) secuencia del cumpleaños de la Tía Lala (interpretada por Elena Lucena que, en esta película dual por todos lados, hace dos personajes). En esa secuencia actúa fugaz y refulgentemente Rita Cortese, y parece inyectarle energía a una película a esas alturas un poco lánguida. Luego del cumpleaños, el conflicto entre Marcos y Susana estalla, los personajes se reconcentran, y Borges y Gasalla demuestran ?una vez más? que son verdaderos actores de cine, que pueden actuar con movimientos sutiles, con presencia, con carisma, confiando en la cámara y no atosigándola. Y Burman narra con secuencias más largas, más reposadas, más concentradas en contar una historia que en machacarnos con el retrato de los personajes. Y ese reposo, esa tranquilidad, casi podría decirse esa libertad, le hace muy bien a Dos hermanos. Le insufla cine, le insufla vida. Justamente es sobre el final que un personaje vuelve a tomar un long play. Y esta vez escuchamos la música que decide poner.