El cine de Daniel Burman (“El abrazo partido”, “Derecho de familia”), se mueve casi siempre en torno de las relaciones familiares. Afectos guardados celosamente, viejos resentimientos, secretos pugnando por salir a la luz, conforman un mapa que habla de carencias y necesidades. Para Burman la familia es, a la vez, una fatalidad y la posibilidad de crecer. Por momentos, una trampa y, más allá una liberación, si conseguimos escapar a los estereotipos que nos imponen. El director parte de la novela de Sergio Dubcovsky, “Villa Laura”, para seguir el itinerario de Marcos (A. Gasalla), un orfebre refinado, que ha vivido 60 años bajo la sombra protectora de su madre, y cree empezar a liberarse cuando ella muere. Presionado, sin embargo, por asuntos familiares no resueltos, deberá cambiar Buenos Aires por un minúsculo balneario uruguayo. Marcos se ha movido siempre entre la sumisión y el silencio, y ahora deberá enfrentar a su hermana menor, de personalidad avasallante. Queda claro que ambos, transitados por la soledad, se necesitan pero al mismo tiempo no se soportan. En apariencia, son el agua y el aceite. Marcos, más sometido que nunca, ve que se aleja esa libertad tan deseada. Hay demasiadas cuentas pendientes entre esos dos. Y acaso, estén buscando la manera de poder mirarse de manera nueva. Para un duelo semejante, Burman eligió a dos intérpretes formidables. Mientras Gasalla se maneja en un medio tono contenido, Graciela Borges es un torbellino de retos y reproches. Les llevará tiempo enterarse de cuánto se necesitan.