Los hermanos sean unidos
Ante los padres, los hermanos pueden ser cómplices, celarse, apañarse, enfrentarse, disputarse atención, mantener un secreto. ¿Cómo continúa esa relación cuando esos progenitores/mediadores ya no están? Ese es el disparador de Villa Laura, la novela de Sergio Dubcovsky que Daniel Burman lleva al cine en Dos hermanos.
Ya no hay en esta película, como en otras en la filmografía del director, indagaciones sobre la identidad judía, ni reflexiones generacionales. El acento no está puesto sobre la edad de los personajes, sino en su relación. Da lo mismo que tengan 60 o 15 años, la forma en la que se relacionan no se alteró con los años.
Graciela Borges es Susana, la hermana menor, dominante, con fantasías de alcurnia y manipuladora. Antonio Gasalla es Marcos, abnegado Edipo de su madre, apacible, sentimental y silencioso. Tras la muerte de su madre, ella lo convence de mudarse a Villa Laura, Uruguay, un pueblito donde compró una vieja casona. Hijos sin hijos, antes los unía su madre y ahora, sentarse a ver Mirtha Legrand. En ambos casos, mujeres que les despiertan contradictorias emociones.
El filme se presenta como el relato de un vínculo, cuya narración se mece como el barco que los lleva, una y otra vez, de Buenos Aires a Uruguay. Burman usa el humor en justa medida y expone esa relación en situaciones que exhiben cómo han sido y son los roles de cada uno.
En este sentido, es sobre todo una película de actores, en la que las interpretaciones sostienen la arquitectura de escenas, desarrollo y climas. Graciela Borges se luce sólida con un personaje intenso, difícil, autoritario, de verborragia cruel y a la vez vulnerable. Gasalla, por su parte, contiene su histrionismo para encarnar a un hombre que debe reencontrarse con sí mismo en plena adultez.
Mérito a la dirección de actores de Burman, que retrata con la minuciosidad de lo sencillo ese vínculo. Sin embargo, el acento en lo teatral por momentos deja a la deriva las potencialidades (y necesidades) cinematográficas de la historia.