En el mundo de los videojuegos de hace un par de años, la distinción solía darse naturalmente. Estaban aquellos que preferían los shooters (juegos de acción pura, con requisitos de habilidad, rapidez y destreza) y los que optaban por las aventuras gráficas (con desarrollo narrativo, precisaban de habilidades de resolución de enigmas y análisis). Ready Player One hunde sus raíces en lo mejor de ambos mundos, combinados en equilibrio y con pulso, y marca el regreso con gloria de Steven Spielberg a lo que mejor supo hacer antes de sumergirse en biografías y dramones históricos: un relato de aventuras. Esperada por frikis del mundo entero, Ready Player One cumple y dignifica el libro de culto de Ernest Cline, sin caer en la tentación de rendirse a un texto literario cuya adaptación podría haber pecado de extensa y redundante. Es el año 2045. Las ciudades se han convertido en espacios grises, superpoblados, de hogares pauperizados en los que sólo brillan los visores y guantes de la realidad virtual. Las personas, más usuarios que ciudadanos, pasan la mayor parte del tiempo sumergidas en Oasis, un inagotable universo virtual donde hacen de todo menos comer y dormir. El creador de Oasis, James Halliday, dejó al morir una misión casi imposible: el jugador que descubra las tres llaves ocultas en Oasis, se quedará con esa millonaria compañía. Wade Watts, joven huérfano en la vida real y héroe solitario e intrépido cuando se encarna en su avatar Parzival, deberá ver si une fuerzas con sus amigos para conseguir las tres llaves antes que Nolan Sorrento, el villano corporativo. En la historia, la información es poder, pero no cualquier información, sino aquella que fue considerada “inútil” por la escuela y otras instituciones: la cultura pop de la década de 1980. Esa es la enciclopedia que necesitan los jugadores para resolver los enigmas de Halliday. Plagada de “huevos de pascua” y guiños a películas, juegos y figuras de esa época (la escena en la que los jugadores “ingresan” al filme El resplandor es un homenaje perfecto) Ready Player One tiene ahí sus citas nostálgicas para quien quiera ponerse a buscarlas en cameos, remeras o pósters. Pero su fortaleza, justamente, está en que no se ahoga en el chauvinsmo generacional. Steven Spielberg (quien al ser elegido director declaró “conflicto de intereses” y quitó de la versión cinematográfica las referencias a sus propias películas) despliega su clasicismo narrativo para que la película no pierda nunca el pulso. Y lo hace equilibrando los dos universos que componen el relato: el mundo animado, protagonizado por avatares; y el real, por humanos. Paradójicamente, aunque ese mundo real sea un espacio distópico de ambientes oscuros y planos cerrados, allí la película respira, el relato toma aire y se distancia del frenesí narcótico de los filmes de acción más recientes. Párrafo aparte para Alan Silvestri. Por razones de fuerza mayor, Spielberg no pudo contar esta vez con el compositor John Williams (E.T., La lista de Schindler). Silvestri, sin embargo, creó una banda sonora que nutre y vigoriza las escenas con naturalidad, en la tradición de los filmes de aventuras; y las canciones ochenteras incluidas no funcionan como digresiones retro, sino que se adhieren de manera orgánica al relato. Así, con todos los lados de este cubo mágico aceitados (aunque en las actuaciones brille Mark Rylance y exagere Ben Mendelsohn), Ready Player One va más allá de la emoción vintage. Es una entretenida historia de aventuras y amistad que, sin levantar mucho el índice, desliza su advertencia acerca de cuánto nos alejamos del mundo en el que vivimos.
Después de Las acacias, la primera película de Pablo Giorgelli que recibió un casi unánime reconocimiento en festivales y crítica, el director se enfrentaba a la dificultad de salir al mundo con su segundo filme, tras ese precedente. Más que seguir los pasos de Eli, Invisible está contada desde su mirada. Eli es una joven adolescente del conurbano, vive con una madre depresiva, trabaja para colaborar con la casa en una veterinaria, y allí tiene un romance con un hombre casado. Eli descubre que está embarazada y debe decidir qué hacer al respecto. El gran logro de Giorgelli y, sobre todo, de la actriz Mora Arenillas, está en traducir el monólogo interior del personaje, su abatimiento y perturbación sin subrayarlo con palabras. La actriz transmite en gestos, miradas y posturas corporales un conmovedor torbellino silencioso. De hecho, la primera oración que pronuncia en el filme es una decisión tajante: “No lo voy a tener”. Lo que sigue es una serie de viñetas naturalistas que ilustran la soledad en la que la joven debe perseguir esa decisión. La escuela, el hospital, la farmacia, el espacio laboral, el espacio público y el mundo adulto responden con frases hechas, dando la espalda o, directamente ignorándola. Los personajes que representan a esas instituciones (padres, docentes, médicos) aparecen siempre con una distancia insalvable de la protagonista, lejos y a oscuras. También el hombre con el que tiene un romance está a kilómetros de su mundo interior. Hay otro contexto que rodea de manera sutil a Eli. En un fuera de campo sonoro que es constante en toda la historia, el mundo exterior se instala como una atmósfera opresiva que nunca la abandona y, sin embargo, la deja sola: la radio y la televisión suenan siempre de fondo, los gritos de madres y niños en las plazas, el rumor de los compañeros de clase, el ruido del tráfico y del transporte público de un conurbano que no descansa. En medio de este paisaje, la actuación de Mora Arenillas se mueve en un admirable in crescendo, que hacia el final intensifica su expresión. Así, Invisible cuenta de manera sensible, sin golpes bajos ni torpes bajadas de línea, cuán sola puede estar una joven hoy en Argentina, ante un embarazo no deseado. Como un faro, hay un único personaje que la acompaña: su amiga.
Dos que se aman Carol cuenta una historia de amor entre dos mujeres en una época de prohibiciones y persecución. El cine incursionó casi exclusivamente en la obra de suspenso de la escritora Patricia Highsmith: desde la adaptación de Hitchcock de Extraños en un tren hasta las varias versiones de El talentoso sr. Ripley. Ahora, el director Todd Haynes (I’m not there, Velvet Goldmine) eligió llevar a la pantalla grande Carol, novela que Highsmith publicó en 1951 con seudónimo. La historia cuenta la relación amorosa entre dos mujeres, en una Nueva York de la década de 1950 en la que la homosexualidad no sólo era condenada desde la moral, sino desde la ciencia. Recién en 1989 Highsmith reeditó el libro con su verdadero nombre. Esos casi 40 años que tuvieron que pasar bastan para dimensionar cuán estrictos eran los límites a la vida privada que imponía la sociedad de entonces. Ese entorno de moralidad castradora aplicada con tácita represión es uno de los grandes aciertos de Carol. La época no se reconstruye sólo con autos antiguos y la moda de entonces (aunque ambos detalles son extraordinarios aquí), sino que todas las escenas están cubiertas por un delicado velo temporal: los gestos y maneras de hablar de los personajes, la manera en la que fuman, la paleta de colores del ambiente y su iluminación. Therese Belivet (Rooney Mara, de La chica del dragón tatuado) es una joven que aspira a ser fotógrafa y trabaja en una gran tienda de Nueva York. Allí, una tarde de Navidad, atiende a una clienta que busca un juguete, Carol (Cate Blanchett), una sofisticada mujer, de mayor edad y clase acomodada, por la que siente una atracción inmediata. Therese tiene un novio al que le presta poca atención y con quien cumple con ciertos mandatos; Carol está divorciada y tiene una hija pequeña. La relación entre ambas crece en la narración lentamente, sin estridencias, y Haynes elige retratar la intimidad con sus planos más que en los diálogos. Vale decir que la elegancia clásica del director (que se detiene en cómo una mano se posa en la otra, en el roce y textura de los vestidos o en las miradas de los personajes) puede resultar atractiva y delicada para algunos espectadores, pero, atención, también puede ser vaporosa y lenta para otros. Carol es una película de miradas y su poder de expresión está en los cuerpos, que exige atender a esas gestualidades para acompañar a las protagonistas en su experiencia romántica. No hay golpes bajos, ni efectismo y la potencia de las palabras es epistolar. Cate Blanchett y Rooney Mara le entregan su piel a la historia. Las dos están nominadas a los próximos premios Oscar por sus interpretaciones y ambas logran retratos acertados de dos mujeres de distintas generaciones y posición social a las que la sociedad atraviesa de manera diferente. Carol se conoce a sí misma, y su lucha es por defender la fuerza de su deseo ante las normas que impone la maternidad y el rol de ama de casa mantenida. Therese está descubriendo su sexualidad al mismo tiempo que su vocación, lo suyo es un viaje iniciático. Los pocos personajes secundarios que rodean esa intimidad cumplen roles quizás esquemáticos. Las mujeres, como la mejor amiga de Carol, crean una red de contención en las charlas confidentes, único espacio de libertad. El universo masculino, en cambio (exmarido, novio, psiquiatra) está ahí para marcar las reglas de lo permitido, “lo normal”. Sin embargo, estos satélites no hacen de la película un panfleto ni una historia trágica, porque Haynes se concentra en trazar las bellezas y complicaciones del amor. El ambiente hostil disfrazado con colores navideños de ese invierno de 1950 encierra a estas mujeres, pero el director logra que cada vez que ambas están juntas, incluso en un restaurante, parezca que estén solas, envueltas en un halo de melodramático y melancólico.
Una persona, un hogar La habitación, nominada a cuatro Oscar, profundiza en el vínculo entre una madre y su niño. La mejor manera de ver La habitación es hacerlo sin demasiados datos previos y dejar que la historia se cuente sola, sin muletas de información anticipada. El filme inspirado en la novela de Emma Donoghue comienza en un pequeño cuarto (el aludido del título). En esas cuatro paredes una madre y su hijo desarrollan una rutina cotidiana: despertarse, asearse, desayunar, hacer ejercicios, ver tele, almorzar, lavar, jugar y, cuando el día se acaba, dormir. ¿Se trata de un búnker en el que sobreviven en un futuro distópico? ¿Están secuestrados? ¿Es una alegoría de la vida de las amas de casa de otras épocas? En esa incertidumbre radica la primera fortaleza de la historia. Para el pequeño Jack, que allí nació y no conoce otra cosa, esos metros cuadrados son el universo y en su mente no existe el concepto del “afuera”. La película que dirige Lenny Abrahamson elige el punto de vista del niño (y su voz en off, cuya inocencia está subrayada en exceso con música melancólica) para contar cómo es la vida que nosotros vemos como un encierro y él como el mundo entero. La elección del espacio cerrado y los personajes limitados podría resultar en una película “teatral” (como Tape, de Richard Linklater, o Un dios salvaje, de Roman Polanski), pero La habitación es absolutamente cinematográfica: los planos, los movimientos de cámara y los sonidos son claves para otorgarle nuevas dimensiones al espacio y a la relación entre madre e hijo. Lo son también para que la atmósfera sea por momentos claustrofóbica y deprimente, y por otros luminosa y envuelta en juegos. Todo depende de cómo esta madre lleve adelante la jornada junto a su niño. El vínculo entre los dos es el potente centro dramático de La Habitación. La conmovedora tarea de la mujer (Joy es su nombre, Alegría, en inglés) recuerda por momentos (aunque aquí se logra con más sutileza) a la gesta del padre de La vida es bella, en sus intentos de poner un manto de ficción sobre las cosas más crudas. Brie Larsson, que viene arrasando con premios y nominaciones, probablemente se lleve también (y con justicia) el Oscar a Mejor Actriz al que está nominada. En ella recae todo el dramatismo del filme y son sus expresiones de sobreviviente abatida o esperanzada las que alteran por completo el clima de La Habitación. La guionista y el director Lenny Abrahamson decidieron que el filme no quedara encapsulado en las cuatro paredes. Cuando el cuarto se abre ingresa el realismo a la historia, que se oscurece, se torna más dura, y el relato vira hacia otra dirección. Es entonces cuando el tono se torna más conservador y previsible, y los bordes sentimentales rozan el lugar común. Esa es otra película.
Vuelta a las raíces Star Wars: El despertar de la fuerza retoma el tono, los personajes y el humor de la primera trilogía. Comentario libre de spóilers. Si los fans temían por los resultados de la nueva entrega de Star Wars; su director J. J. Abrams temía aún más por la reacción de los fans. Los mutuos recelos pueden aplacarse: el director se esmeró, ante todo, para que El despertar de la fuerza respete la sacra franquicia de George Lucas. Desde la clásica tipografía que se pierde en la pantalla estrellada (que pone piel de gallina a los seguidores de la saga), el filme está repleto de guiños que, más que homenajes vintage, son una manera meticulosa de volver a las raíces. Sin prólogo, la historia presenta enseguida a sus nuevos personajes: Finn (John Boyega), un stormtrooper desertor; Poe (Oscar Isaac), un piloto de la Resistencia cuyo androide BB-8 carga información valiosa; y la joven buscadora de chatarra Rey (Daisy Ridley, actriz inglesa, la nueva Keira Knightley), que vive en el marginado planeta Jakku. En la vereda de enfrente, en el Lado Oscuro, Kylo Ren (Adam Driver) es el nuevo villano. Su aspiración, claro, es que la Primera Orden (reencarnación el Imperio) acabe con la Resistencia. Para eso, debe secuestrar la información que esconde BB-8. Pasaron 30 años desde los acontecimientos del Episodio VI. A lo largo de su misión, estos nuevos personajes se reencontrarán con los héroes clásicos, cuya inclusión legitima esta nueva historia y, sobre todo, traza una línea filiatoria con la trilogía original, abandonando las referencias a la segunda y criticada trilogía. Así, de a uno, aparecen Chewbacca y Han Solo (Harrison Ford, envejecido pero con el magnetismo intacto, incluso para cargar con gran parte de la acción del filme); Leia (su rol es menor en la trama); C3-PO y R2-D2 (que sólo están para activar la fibra nostálgica) y el mismo Luke (mejor no adelantar demasiado sobre su rol para evitar spóilers). Tradición renovada Las comparaciones pueden ser odiosas pero son inevitables en la saga más importante del cine de ciencia ficción del siglo pasado. Pero también son inevitables porque el mismo J. J. Abrams busca, como un arqueólogo empecinado, retomar esa tradición y continuarla. ¿Cómo la retoma? El despertar de la fuerza vuelve a las fuentes de las clásicas películas de aventuras: la meta de los héroes es sencilla, se prioriza el relato dinámico, la música (el emblemático tema de John Williams, en este caso) acompaña y subraya la acción. El director no se deja tentar por los efectos especiales de Disney y los usa sólo para agilizar el ritmo del relato, que sutilmente se actualiza a los estándares actuales (la secuencia de lucha con sables láser en la nieve es simple y prodigiosa). La operación no sólo recupera el género de aventuras (como J.J. lo hizo en Súper 8). El filme también retoma la identidad setentista del western galáctico: los paisajes áridos y desérticos de varios planetas; las máquinas y naves de aspecto analógico, cubiertas de polvo. La estética de esa galaxia moderna y decadente es fiel, y el Millenium Falcon, la nave de Han Solo, yace en una chacarita como un Renault 12 galáctico. Incluso vuelven las transiciones retro entre escenas. Lo más destacado de ese giro al pasado, sin embargo, es el humor: El despertar de la fuerza deja atrás la solemnidad de los episodios I, II y II (incluso abandona el tono grave que impera en las recientes películas de ciencia ficción y superhéroes). Los momentos cómicos del filme abundan, descontracturan y hacen respirar la película. Aunque pueden resultar extraños para los espectadores más jóvenes. Sólo para el desenlace se reservan el drama y la gesta épica. ¿Y hacia dónde continúa? Hay que admitir que J. J. se preocupó más por retomar que por inventar. Pero arroja algunos hilos para las próximas dos películas: simplifica las explicaciones mitológicas y políticas de su galaxia, presenta pocas nuevas criaturas pero encantadoras (el empático BB-8, la astuta Mazz), como en Lost apuesta por la diversidad (una actriz y un actor negro encarnan a nuestros héroes). Quizás faltan sorpresas y riesgo. Quizás están reservados para la próxima entrega. Lo cierto es que El despertar de la fuerza hace honor a su título. Y su final abre las perspectivas.
Apocalipsis íntimo La nueva película de Marcos Carnevale tiene un dream team de actores argentinos para contar varias historias. Apenas comienza El espejo de los otros, un largo plano secuencia conduce la mirada primero a través de un muro lleno de grafitis, luego por una puerta, un pasillo abandonado, unas ruinas al aire libre y termina en el cenáculo de una iglesia gótica derruida. Mientras, suena la melodía insistente de un piano, la voz de Graciela Borges se imprime en las imágenes con el tono poético que le conocemos y aparece en escena Pepe Cibrián, con actitud afectada. Así, el filme instala el tono de su narración desde el comienzo: melancólico, impostado, sentimental. La historia central es la de dos hermanos (Borges y Cibrián) que son anfitriones de un restaurante especial: cada noche hay una sola mesa, en la que se reúnen comensales que nunca volverán a pisar el recinto y en esa “última cena” vivirán un momento trascendental. Cada noche es un episodio diferente, con varios personajes que se dicen verdades, mientras Cibrián los atiende y Borges los espía por un sistema de cámaras. No hay escenas en exteriores ni espacios abiertos: la cámara se encierra en primeros planos de sus protagonistas, un dream team de actores que desarrollan interpretaciones válidas, pero teñidas por un registro teatral: en la manera de decir sus textos y en la manera de moverse en el espacio cerrado. Se desarrollan así varias historias: la traición entre tres hermanos (Mauricio Dayub, Favio Posca y Luis Machín), la despedida de una pareja de casados (Julieta Díaz y Oscar Martínez), la crisis de otra (Alfredo Casero y Leticia Brédice) y el reencuentro de dos mujeres mayores que se amaron en secreto por años (Marilina Ross y Norma Aleandro). Y si bien la película aspira al humor negro para matizar el tono grave de la intimidad de cada una de esas relaciones, es inevitable ver El espejo de los otros y asociarla con cierto cine argentino de poética forzada y onírica que se hacía hace más de 20 años (de Eliseo Subiela en adelante) y que no envejeció bien. Quizás para los espectadores que aún disfrutan de esos relatos, esta película funcione. Al resto le costará conectar con cómo se cuenta para sensibilizarse con qué se cuenta.
Detrás de la guerra NEY, Nosotros, Ellos y Yo es un documental que busca las historias humanas detrás del conflicto entre Israel y Palestina En el año 2000 (antes de la caída de las Torres Gemelas y otros eventos que cambiaron el rumbo de la geopolítica) Nicolás Avruj, joven argentino de familia judía que por entonces tenía veintipocos años, emprendió un viaje primero por Israel y luego por Gaza y Cisjordania. Unos 15 años después, realizó con esas imágenes el documental Ney, Nosotros, Ellos y Yo. El presente desde el cual Nicolás piensa en esos años del viaje está en su voz en off, que narra esos recuerdos, los analiza en retrospectiva, los pone en valor. La potencia de la película está, justamente, en la fusión de ambos puntos de vista: la cámara curiosa del joven intrépido que seleccionó qué ver por intuición; y el montaje y el relato que le da un anclaje hoy. “Hasta el día de hoy me molesta que me pregunten si estoy a favor de Palestina o Israel”, dice el director al comienzo del filme. Y en su recorrido intenta hacerse otras preguntas sobre ese conflicto histórico. El viaje pone una lupa sensible, que acerca y le da escala humana a una realidad que muchas veces entendemos sólo desde la mirada macro. Así, Nicolás se encuentra con gente común, se hace amigos e intercambia opiniones con palestinos e israelíes. Le pregunta a los que viven desde hace generaciones con el conflicto en la carne. Y encuentra argumentos pacifistas, belicosos, temerosos, esperanzados y resignados. Como todo viaje, esos encuentros también sirven para que Nicolás se pregunte sobre su identidad. Entre todas las palabras, quedan las de su amigo palestino, al que a pesar del afecto nunca puede contarle que él es judío: “Toda nuestra vida es un problema basado en otro problema. Como los edificios: piedra sobre piedra. Problema sobre problema. Muerto sobre muerto. Todo se convierte en conflicto”.
Sangre fresca Hubo una época en la que HBO producía una serie delirante y de culto llamada The flight of the conchords, que respondía a unos estándares de comedia extraños al canal premium y que había sido creada por un grupo de actores de Nueva Zelanda. Del mismo país y con un humor en sintonía llega ahora Casa vampiro, escrita y protagonizada por uno de los gestores de aquel programa de TV. Casa vampiro (su título original es What we do in the shadows, "Lo que hacemos en las sombras") retoma un clásico tema del cine de horror, ya premasticado por el mainstream de los últimos años, y se nutre de todos sus mitos para realizar una comedia que toca varias fibras sin tropezarse con ninguna. La película escrita y dirigida por Jemaine Clemnt y Taika Waititi tiene gloriosos momentos de parodia pero nunca cae en la seguidilla de gags al estilo Scarie Movie, tiene terror y humor negro sin engolosinarse con ninguno de los dos, tiene también humor blanco y de situación, y un ritmo pausado para permitir el estupor y la risa, inusual para las comedias de efecto inmediato a las que estamos acostumbrados. La historia comienza como un falso documental, un reality de cuatro amigos vampiros que comparten una casona antigua en Wellington, Nueva Zelanda: Viago, el vampiro-dandy que sigue pensando en su amada perdida; Vladislav, más sanguinario y cercano al histórico conde Vlad Tepes; Deacon, el más joven y el que quiere estar a la moda; y Petyr, el monstruo que menos participa en la vida en comunidad. Con referencias que incluyen a películas pioneras del género, a otras más comerciales y también a la literatura clásica, la cámara inquieta del reality muestra las situaciones comunes de la vida en la ciudad a las que se enfrentan estos cuatro vampiros: cómo se organizan para lavar los platos en casa, cómo se las arreglan para mantener amigos humanos sin comérselos, cómo se llevan con los hombres lobos y cómo logran esquivar la luz del sol y la mirada de los policías. Cada situación está acompañada por el recurso del testimonio a cámara del reality show televisivo, en el que los personajes explican las emociones se sienten por sus compañeros, idea tan sencilla como genial. En épocas en la que los vampiros se convirtieron en monstruos de moda, en las que revisitar el tema con frescura parece imposible, el filme logra en el género comedia lo que la película Déjame entrar logró en el terror: oxigenar la sangre del mito. Y esta vez, los colmillos se asoman para reírse.
Cajas y cajitas La nueva película de los estudios Laika, los mismos que hicieron Coraline y ParaNorman, continúa el camino andado: una historia para chicos que no cae en la ternura fácil ni en la preciosidad marca Disney. Laika hace películas tomando como base una paleta de miedos de la infancia, revirtiendo sus sentidos, sin subestimar a sus espectadores ni dar por sentado que hay un candor absoluto en los niños de hoy. Los boxtrolls, como indica el título, son en la historia una versión urbana de los tradicionales trolls, esos monstruos verdes y tradicionales de los cuentos anglosajones. Estos trolls se visten con cajas, viven en cavernas subterráneas y por las noches emergen a las calles de una ciudad victoriana y clasista, para buscar en la basura artefactos perdidos. Como cartoneros salidos de un cuento de los hermanos Grimm. Y si bien los mitos dicen que son seres malvados que devoran niños, lo cierto es que son inofensivos constructores. Entre ellos se crió un chico, como en las leyendas de los niños criados por lobos, y es el único humano que conoce la naturaleza pacífica de los trolls. La historia se desarrolla cuando el chico descubre que, de hecho, es un humano y no un boxtroll, e intenta acercarse a los habitantes de esa ciudad, dividida entre los poderosos y los que menos tienen, marcada por la avaricia y la sed de poder, que no está simbolizado en el oro, sino en el queso. Sólo una elite come queso en la ciudad, mientras los demás están muy preocupados por la amenaza de los boxtrolls. La historia, como dicta el manual de películas de animación, está plagada de alegorías sobre las diferencias de clase, el discurso de la seguridad atado al del miedo, las maneras de identificarse por lo que se es y no lo que se tiene. La animación es prodigiosa, marcada por trazos artesanales, personajes atractivos y un auténtico trabajo sobre la estética de todo el filme. Y más allá de la temática de los miedos infantiles (y los adultos, claro), el filme se permite jugar con lo deforme, lo asqueroso y lo tierno, en una especie de gore ATP y para niños. Los boxtrolls es una película ideal para chicos no tan chicos (de más de 8 años) y si bien queda atrás al lado de Coraline, tiene una gran virtud: la de crear y sostener un universo propio, que no necesita hacer guiños a canciones de moda ni a gags simplones.
Una cadena de eventos desafortunados Si alguien recuerda las escenas de Pequeña Miss Sunshine en las que Steve Carrell corría junto al resto de su familia disfuncional al lado de una camioneta amarilla, las relacionará con las escenas de este filme, en el que Carrel junto a otra familia corre para alcanzar una camioneta destartalada. Pero en el caso de Alexander y un día terrible, horrible, malo... ¡Muy malo!, la historia está filtrada por el lente de la marca Disney. Es decir, más que una película ATP es una película específicamente destinada a los más chicos, con quienes se busca identificar a su protagonista de 12 años, que va a la escuela en épocas de bullying digital y supuestos trastornos de déficit de atención. El pequeño Alexander es uno de los cuatro hijos de esta familia, cuyo hogar es tan ordenado y alegre como una cajita feliz. El padre (Carrell) es un optimista empedernido a pesar de estar desempleado y se encarga de las tareas de la casa y de cuidar a los niños (ese es el aspecto más “moderno” del concepto familiar). La madre (Jennifer Garner) es una exitosa editora literaria; el hermano mayor es súper popular y tiene una novia linda; la hermana mayor logró el papel protagónico en la obra de teatro escolar; y el bebé de la familia sonríe todo el tiempo. El único que cree que sufre penurias es Alexander. Y un día pide un deseo: que ellos experimenten en carne propia lo que es pasar un mal día. Y el deseo se cumple, en una serie de eventos desafortunados que complican la vida de todos y que forma los pasos de comedia del filme. Como esas películas familiares de los ‘80 que popularizó Chevy Chase, se trata de una comedia de enredos y torpezas, que logra varios momentos divertidos, aunque no escapa al final moralizante y sensiblón.