Dos estrellas vistas desde la distancia
En su sexto film, Daniel Burman asume el riesgo de trabajar con grandes figuras para retratar la relación un par de personajes anclados en los setenta. Eludiendo el histrionismo y las imágenes significativas, arma su historia a partir de pequeñas viñetas.
Hay películas que invitan con un equívoco; Dos hermanos, sexto largo de Daniel Burman, es una de ellas. Quien se guíe únicamente por el trailer creerá que se trata de una comedia dramática con dos personajes que están entre lo patético y lo ridículo. Y lo es, pero sólo en la superficie: la mejor descripción posible (como todo, tentativa) es la de un documental sobre cómo ciertos personajes, anclados en la estética del cine argentino de los 70, viven hoy. Con esa clave en mente, el film resulta un objeto curioso, un ensayo sobre la emoción.
Se sabe: Burman no apela al histrionismo, al diálogo significativo, a las lágrimas o las risas en primer plano, a la estridencia. Su método para acercarse a lo que los personajes sienten y comunicarlo es siempre sesgado: los rodea, muestra lo que hacen, los deja al libre arbitrio del espectador. Aquí la historia parece simple: Susana (Graciela Borges) es una señora de unos cincuenta y pico, una tilinga de Barrio Norte que copia lo que cree que es el lujo y no tiene más que frases de desprecio para sus semejantes. Marcos (Antonio Gasalla), su hermano, es un hombre parco, pequeño, gris, dedicado por entero a cuidar a su madre, hasta que ella muere. Susana manipula la vida de ambos y Marcos permite esa manipulación, que lo lleva –contra su voluntad– a vivir en Uruguay, donde paradójicamente será él mismo, se enamorará de un hombre de su propia edad y construirá una módica felicidad que a Susana se le escapa, aunque logra aceptar la de su hermano.
Sin embargo, “parece”: Susana y Marcos son personajes complejos de quienes no se sabe bien por qué han llegado a ser como son ni por qué son ahora como son. El secreto a descubrir es por qué sienten lo que sienten. Por qué tienen esa relación tensa, por qué Susana manipula, finge, inventa una vida de lujo que no existe; por qué Marcos deja de lado sus deseos para quedarse con su madre. Esos personajes, efectivamente anclados en los 70 (que sólo comparten un momento de comunicación cuando ven a Mirtha Legrand, cuando hablan de un tercero que parece al mismo tiempo un modelo), están en otro mundo. Uno de ellos logra comprenderlo, el otro no. La cuestión es que, para esto, Burman toma una distancia exagerada que diluye la emoción. A veces es apropiada: en el plano del velatorio de la madre, la tristeza de Marcos y la estolidez fingida de Susana tienen una profundidad que conmueve. En otras, no: los momentos de los ensayos, con su humor un poco ridículo, generan incomodidad, como si estuviéramos burlándonos de los personajes en lugar de compartir la gracia del momento.
El problema del film es que Burman trató con estrellas. Y esas estrellas se perciben como tales antes que como las personas que el cineasta decidió retratar. En el caso de Graciela Borges, no se nota: realmente comprende dónde está la cámara y qué es lo que se espera de Susana, cuál es la pregunta de ese personaje. Realmente se comprende que ni ella misma sabe dónde termina la ficción en la que vive. En el caso de Gasalla, sí: las secuencias de su Marcos muestran a un gran actor, un tipo que sabe cómo es su personaje. Pero Gasalla tiene demasiado interiorizado otro personaje: Gasalla. Y entonces, un gesto de más, una palabra que no corresponde, rompen a Marcos en algunas de las mejores escenas. Marcos no diría: “Me estoy cagando”, como en ese pasillo tras colarse en una fiesta. Marcos callaría y se iría. Marcos no diría: “Sacá esos dedos” cuando le cierra la puerta en la cara a Susana, sino que se remitiría al silencio. Como si el actor no se animara a efectivamente ser otro –y demostrar que es todo lo bueno que es–, Marcos suele recortarse del film, a veces, para dejar solo a Gasalla haciendo un número conocido. Es una gran pena: hay un plano general hacia el final, con el personaje mirando el río, donde no sólo no habla, sino que se limita a pararse y mirar. El actor está en esa manera de poner la mano, en la posición, en el perfil casi a contraluz que permite ver cierto gesto nada sobreactuado, natural y transparente. Ese plano final es el resumen de un film que trata de hacer amable lo que naturalmente no lo es. Burman lo intentó: si no lo logró del todo al menos asumió el riesgo.