Una sombra ya pronto serás
Hay una escena notable en Dos hermanos. Marcos (Antonio Gasalla) charla con su profesor de teatro (Osmar Núñez) mientras es observado por Susana (Graciela Borges), su hermana. A ella la vimos antes interrumpir innumerable cantidad de veces a su hermano, mandonearlo, controlarlo. Pero esta vez entiende que ese es el espacio de Marcos, opta por callarse y retirarse. Se va bajando una escalera, su presencia física se hace sombra y esta termina esfumándose. Ese instante es asombroso porque define un momento de los personajes a partir de las herramientas que brinda el cine, y lejos de las palabras. Porque a veces, cuando hablan de más, los personajes de Daniel Burman suelen ser demasiado obvios.
Antes, la misma Susana en un teatro había visto fascinada a su hermano. La escena conmueve hasta que sucede lo que todos esperábamos que no suceda: ella dice con orgullo a alguien que tiene al lado “es mi hermano”. Ese instante es innecesario por dos motivos: primero, porque hace obvio lo que las imágenes ya habían demostrado; segundo, porque sólo tiene como función el chiste. Y la construcción de ese gag quiebra un instante cinematográfico. Pero, además, ese instante sirve también para comprobar los límites del cine de Burman, escena que se repite un poco de aquella de Derecho de familia en la que Hendler veía emocionado a su hijo mientras actuaba en la escuela. También ese final era arruinado por una línea de diálogo de más.
Dos hermanos es el nuevo film del director de El abrazo partido, con el que sigue alejándose de las películas generacionales que hacía con Hendler. Pero aquí aplicarse a una novela de Sergio Dubcovsky -Villa Laura- le permite estar mucho más acertado que con la anterior El nido vacío, guionada por él, y donde buceaba en la vida de padres a los que los hijos comienzan a írseles. Allí se lo notaba perdido, además, evidenciando como nunca su cercanía con Woody Allen. Aquí se hace cargo de la historia de dos hermanos -Borges y Gasalla- a los que la muerte de su madre acerca más y donde surgen conflictos respecto del vínculo que han construido: él, sumiso y manejable; ella, controladora y falseando un status que no tiene.
Decíamos que los personajes de Burman son mejores cuando no hablan que cuando dicen. No es que no construya diálogos inteligentes, pero a veces son demasiado explícitos con sus sentimientos. Y, además, es curiosa esta virtud cuando tampoco su cine sobresale desde lo formal: de hecho, por momentos parece bastante televisivo. Sin embargo Burman resalta en cómo organiza los espacios. En él, lo que destaca es la observación: un vestuario, un aplique en una pared, un diario, un gesto, todo lo que compone a los personajes permite dilucidar más de esas vidas que lo que ellos mismos pueden significar. Su cine es un cine material, de clase media. Así son sus conflictos. Y no hay culpa en eso. Para nada. Eso es lo que hace de sus películas obras transparentes, sin moralinas ni enseñanzas de vida. A lo sumo lo que muestra son vidas en un pasaje de cambio y siempre a partir de la pérdida. Lo que no falta, obviamente, es cierta tristeza.
Y Dos hermanos, a pesar de un autocontrol excesivo sobre las emociones, es su película más triste. Aquella sombra de Susana no es la única que se cierne sobre el relato: hay varias, algunas incluso externas a la propia película. Por un lado tenemos a Marcos y las sombras de su madre y de su hermana; por otra parte, a Susana y las sombras de la buena vida y el falso status; y tenemos a los dos hermanos, quienes frente al televisor -que, claro, arroja sombras sobre nuestra cara- se derriten por el glamour de plástico de Mirtha Legrand y sus almuerzos. Pero hay una sombra mucho más potente y esa es la de los propios Gasalla y Borges, que con su magnetismo de estrellas pasean ante la cámara de Burman, que las más de las veces los retrata con cuidado, afecto y devoción. Precisamente Dos hermanos es una película sobre la devoción, sobre el cuidado hacia el otro -o la falta de él, en el caso de Susana- y las consecuencias que eso genera.
Las consecuencias de cada sombra son diferentes y hacen variar los resultados de una película tan interesante como irregular. En Marcos se comprende ese mutismo casi crónico en la incidencia que han tenido su madre y su hermana, lo que lo ha llevado casi a relegar todos sus sentimientos. Más allá del protagonismo compartido, en Dos hermanos los cambios más notorios y mejor construidos los atraviesa su personaje: es el que logra convertirse en alguien luego del silencio. En cambio, Susana es un personaje más incompleto, es más cáscara que interior. Rodeada de tics, tan propios de ella como de Graciela Borges, por momentos no se comprende de dónde surge esa necesidad de jugar a las apariencias. Es más, hay instantes en los que su vulgaridad parece más propia de un film de los Coen, en los que antes que la comprensión funciona la burla.
Pero en las otras sombras, las de las luminarias que protagonizan el film, habría que buscar algunas de las explicaciones de una película que no termina de redondearse. Por momentos Gasalla no puede dejar de ser Gasalla. Y por momentos, Burman no puede dejar de construir a Borges como otra cosa que no sea la Borges. El final, con esos hermanos enmarcados en un haz de luz, se parece a la veneración, habla más de un punto de vista sobre el divismo y una devoción alejada de cualquier posibilidad de reflexión: hay en el film una cierta sensibilidad que a veces, cuando se malinterpreta, es perjudicial porque se parece a la parálisis del que adora sin poder darle mayores dimensiones al objeto que aprecia. De hecho parte de la imposibilidad de ahondar en las emociones tiene que ver con la cercanía respetuosa con la que el director se acerca a sus actores: respeto que, en este caso, aleja de la calidez que se pide a gritos en una película que habla de los afectos.
La última de las sombras en Dos hermanos es la de la propia vida. Nunca como aquí Burman se acercó tanto a una idea de la muerte: Marcos y Susana, luego de los choques y las consecuencias de las acciones, se descubren como seres en paz con el de al lado y consigo mismo, preparados para afrontar lo que se viene. Que no es otra cosa que la propia extinción. No por nada terminan mirando el mar, brazo con brazo, en un plano que resume el camino que cada personaje transitó durante el film. Él, más firme; ella llegando y tomándolo del brazo, acompañándolo. Ese final, sutil y elegante, dice más que aquel “es mi hermano” verbalizado por Susana. Es el que pone en primera plana al cineasta, ese que ha comenzado a correr algunos riesgos en su cine y del que, hay que decirlo, comenzamos a extrañarle un poco la energía de sus primeras películas.