Los une el amor y el espanto
Este crítico leyó la novela Villa Laura, de Sergio Dubcovsky, en 2005: recién se publicaba. Cinco años después, vio su adaptación cinematográfica, Dos hermanos, dirigida por Daniel Burman, y releyó el libro. Esta vez sintió que los protagonistas, Marcos y Susana, aquellos hermanos antitéticos y simbióticos, no podían ser otros -nunca habían sido otros- que Antonio Gasalla y Graciela Borges. Mérito de Burman, que los vio desde siempre, apostó por ellos (los directores jóvenes, en la Argentina, están obligados a justificar la contratación de estrellas) y tuvo pulso sereno para dirigirlos. Y mérito de la pareja protagónica, que no sólo encarnó a estos personajes en un nivel superlativo: los hizo bailar un pas de deux de atracción/repulsión en un microcosmos opresivo matizado por el humor: un universo, como el del cualquier otro amor, con reglas propias.
La obra de Dubcovsky -delicada, íntima, tan carente de demagogia argumental como de esnobismos estilísticos- no se centra en los personajes y su vínculo: es ellos. Las circunstancias que atraviesan Marcos y Susana funcionan al servicio de esta matriz: la de descubrirnos sus interiores y sus modos de complementarse, sin subrayados ni obviedades. Burman -que escribió el guión con Dubcovsky- supo traducir la idea central: Dos hermanos es una película de personajes -no tiene elementos que nos distraigan de ellos- más que de trama, lo que no significa que sea tediosa, ni contemplativa ni meramente antropológica. Al contrario, está muy bien narrada: sin ir directamente, artificialmente, a las sensaciones: generándolas a través del retrato minucioso, las actuaciones, las puestas propicias.
A pesar de sus rarezas, Marcos y Susana -dos seres que se atraen y repelen, opuestos pero necesitados el uno del otro, endogámicos- nos resultan cercanos. "Ninguno había elegido nacer dentro de ese cuerpo ni moldear el carácter con el estilo que les había sido conferido. Pero se sometían. Padecían una historia común", escribió Dubcovsky en Villa Laura. Observados de cerca, parecen personajes de drama; de cerca, de comedia. Burman dosificó ambos géneros con armas cinematográficas: puestas, manejo de planos, ambientación, fotografía, vestuario. El resultado: un filme con trasfondo ríspido, opresivo, pulido por la gracia y la sensibilidad contenida.
Gasalla, en un papel distinto a los que le conocemos, interpreta -ya desde sus posturas- a un hombre que preferiría ser invisible. Un sesentón, orfebre y ajedrecista, modoso, atildado, frágil, delicado, pasivo, que vive en función de su madre (Elena Lucena) hasta que ella muere. Borges, en un papel que le sienta perfecto, hace de una aristócrata -acá, falsa aristócrata- venida a menos. Una mujer egocéntrica, extravagante, narcisista, patética, no sabemos hasta qué grado consciente de su perturbación, que ama, odia, cela, castra, a veces humilla a su hermano. Ella hace un trabajo centrífugo (capaz de provocar encono, piedad o gracia); él, centrípeto (que genera empatía). No pueden estar juntos ni separados: se profesan un amor enfermizo, asfixiante, posesivo.
En manos de otro director, la película podría haber virado hacia el exaltado humor paródico, estilo Esperando la carroza, o hacia la emotividad crepuscular, estilo Elsa & Fred. Pero la séptima película de Burman transita caminos distintos, tan lejanos a las fórmulas de la masividad como a la experimentación que, casi como una obligación, demandan algunas elites.
A veces se debate sobre los "riesgos" que asume un director. Desde que participó en Historias breves (1995), icono del recambio generacional en el cine argentino, Burman fue probando nuevos terrenos: no haber hecho variaciones de un mismo filme durante 15 años fue y es una forma de tomar riesgos; haber cambiado la forma de producción, también. Con los años, sus personajes fueron creciendo generacionalmente, pero los conflictos familiares siguieron siendo el eje de sus agridulces historias. En Dos hermanos son la columna vertebral, las partes y el todo.