Dos, dos, dos, dos, dos
Dos más dos es una película que suena bien y se ve bien. Bah, “bien”; en realidad con profesionalismo técnico. Y sí, es cierto que Adrián Suar es, de los actores, el que está mejor. Bah, “mejor”; en realidad es el único que tiene su papel bien aprendido, un papel que hace en casi todas sus películas, y cada vez con menor esfuerzo. Y eso, un actor al que no se le nota tanto el esfuerzo, es un rasgo bienvenido en el cine, en especial en el argentino. Los otros, Juan Minujín, Julieta Díaz, Carla Peterson y Alfredo Casero, andan a los tumbos, a puros parlamentos imposibles y retorcimientos extraños que tal vez se hayan pensado para alcanzar un punto de combinación entre lo sensual y lo gracioso. Los cuatro han estado mejor en otras películas, sobre todo Minujín en Vaquero. Acá a todos les tocan diálogos de un altísimo nivel de tilinguería, con palabras que indicarían algún tipo de sociolecto buscado pero no encontrado: “qué bueno que vinieron”, “relajate”, “disfrutá”, “comida étnica”, “pollo thai”, “película coreana”. La sobredosificación de malos diálogos, cocinados a velocidad televisiva y puestos en personajes que no los dicen sino que apenas los soportan y se los sacan de encima, podría hacer pensar en una parodia aberrante. Pero no, no es el caso, entre otras pruebas por la musicalización penosa de Iván Wyszogrod, otro que puede hacer mucho mejor las cosas y lo ha probado muchas veces (por ejemplo en Gatica, el mono). Aquí abusa de unos saxos risibles en pose de seducción automática y nada imaginativa en la vieja senda de Fausto Papetti, y ni que hablar de la canción del momento crucial swinger de las dos parejas, del baile que motiva, de la falta de gracia general. En fin, cine condescendiente, torpe, simplón, asediado por su “concepto de venta”, como lo fueron Propuesta indecente o Atracción fatal. Relato con cierre abrupto, a partir de suceso desencadenante construido a escondidas del espectador y sin desarrollo, con oposiciones binarias (enamorado/no enamorado, pizza/comida étnica, etc., rubia/morocha, rubio/morocho). El ambiente, como muchas veces en este cine argentino de plástico, va de la cama al living y también del country a Puerto Madero y a la casa con pileta, sin cagadas de perros visibles. Cine de consumo interno, encerrado por y en sus directivas de venta. Y, por último, es un deber cívico informar que en Dos más dos aparece otra vez la obsesión presente en muchas comedias argentinas del protagonista masculino con el culo masculino, su culo masculino, el “hombre argentino profesional casado” y su culo puesto en un altar. Que si se lo tocan, que si le meten un dedo, que la puntita, que la travesti, y que por dios, a estas alturas. Todo es tan vetusto y pavote que hasta es triste. Liberen los culos y el cerebro, la comedia y el cine. Y el dólar.
Todos tenemos un plan es una película más seria, está en el camino del cine, en la senda de la búsqueda respetuosa del género. Un thriller sobre gemelos, la idea del doble, etc. Dos, dos, dos. Viggo Mortensen (un gran actor, acá preso de una película para que se luzca “el protagonista que hace dos papeles”) interpreta a dos gemelos llamados Agustín y Pedro, en innecesaria e irrelevante referencia a los Almodóvar. Uno urbano, otro no. El urbano tomará el lugar del otro, y se verá, como el taxidermista interpretado por Ricardo Darín en El aura, en medio de planes que empieza a entender mediante fragmentos que se esfuerza en unir. También, como en El aura, se harán presentes la oposición entre cobardía/valentía y la posible salida de la zona de confort. Pero lo que en El aura se disponía con extraordinaria capacidad narrativa, acá se presenta con una esforzada caligrafía fílmica que a medida que pasan los minutos arrastra una pesadez que va aniquilando la película poco a poco. A esa caligrafía herrumbrosa se suma una obsesión por la dosificación informativa pausada, que deriva en lentitud y, peor, evidencia lo abrupto (la marca del anillo en la última entrada de la escasa Soledad Villamil), lo rimbombante (el diálogo que hace referencia al título), lo ridículo-telúrico (la admonición de la señora sentada) y lo sin resolver (en la secuencia final hay un personaje metido por ahí sin necesidad y que no se sabe a dónde va). Y por último, en una película seria hasta la solemnidad, hay una o dos referencias al fanatismo de Mortensen por San Lorenzo. Referencias que, de forma microscópica, llaman la atención sobre una de las tantas amenazas que se ciernen sobre nosotros. Lo peor que le puede pasar al cine argentino es sumarse al provincianismo festivo (aunque será cada vez más luctuoso) al que se dirige sin pausa y cada vez más deprisa la vida en Argentina.