Realizada por el joven director finés Mikko Kuparinen (de breve filmografía, éste es su primer largo en inglés), Dos noches hasta mañana es una rara película de amor cuya arma inicial (pero no la última) es el diálogo, para dos personas que hablan distinta lengua.
En el fondo –como casi todo en nuestras relaciones–, la película trata sobre la voluntad por la comunicación. Varados en la capital lituana de Vilna, una noche en que los aeropuertos permanecen cerrados debido a una espesa niebla, dos extraños con destinos dispares, un solitario DJ finés y una hosca arquitecta francesa, comparten una habitación y hablan sobre el sentido de la paternidad, el de las fiestas; hablan sobre aquello que los define y los separa, y logran que esas reflexiones, ajenas al desarrollo del film, trascienden la pantalla para instalarse en la mente del espectador.
Antes de esa superficial intimidad hay que sortear obstáculos. Cuando Caroline (Marie-Josée Croze) es abordada por Jaakko (Mikko Nousiainen), le responde que no habla inglés, pero el finés logra romper el hielo con una frase iniciática traducida al francés por su SmartPhone.
Cuando hay deseo, nada logra impedir el inicio de un vínculo; sostenerlo es el gran dilema, sobre todo cuando todos, pasados los veinte, traemos una historia a cuestas. En el caso de Caroline, su dilema es abrirse paso a la invitación y dejar atrás una relación homosexual, un vínculo que siente asfixiante pero que, curiosamente (o no tanto), empezó con la misma simpatía y laxitud que este brote amoroso con Jaakko.
Mientras la niebla no se disipe y no se reanuden los vuelos, mientras el DJ contempla su libertad y la arquitecta su compromiso, los protagonistas tendrán tiempo de revertir su destino.
Hay algo oblicuo en la narración, digno de Jim Jarmusch o del compatriota de Kuparinen, Aki Kaurismaki, pero la cinta es tierna y va cargándose de emotividad con el correr de los minutos. Con melancólicas vistas nocturnas de Vilna desde una ventana, con lánguidas tomas de la habitación de hotel, las imágenes de Dos noches hasta mañana son como el equivalente nórdico de las pinturas de Edward Hopper. Sería un riesgo dejarla pasar.