LA VERDAD, A TIROS Y PUÑETAZOS CONTRA LA MENTIRA
Si uno analiza la carrera de Shane Black, no es difícil descubrir que ha sido una montaña rusa, que ha abarcado instancias de gran éxito -entre finales de los ochenta escribiendo las dos primeras entregas de Arma mortal- con otras de casi completo ostracismo -entre la segunda mitad de los noventa y la primera década del milenio, donde sólo hizo Entre besos y tiros-, a la que ahora se suma una etapa de vuelta al centro de la escena a partir del éxito de Iron Man 3. Lo que siempre se mantuvo en su filmografía, tanto como guionista -que es donde ha sido más constante- como director, es una coherencia muy fuerte, donde siempre se giró en los distintos niveles y superficies de verdades y mentiras. A Black le interesan las distintas modalidades de hipocresías y honestidades, en lo temático, narrativo y hasta estético. Por eso sus películas pueden poseer secuencias definitivamente pertenecientes a la comedia, con un gran despliegue de lo hilarante e insólito en consonancia con lo espectacular, pero también momentos donde lo que prima es el drama y un tipo de violencia que no es gratuita porque refleja el real impacto en los cuerpos de las personas. Y siempre, siempre, el mal, el enemigo a combatir es la mentira, a partir de los lazos humanos rotos, lo dañinos que pueden ser los artificios, los dobles discursos y los ocultamientos de las esferas de poder. En contraposición, la verdad se impone como la única respuesta, a través de la amistad, el amor, la honestidad en lo que se dice y el profesionalismo: Martin Riggs y Roger Murtaugh (Arma mortal); Joe Hallenbeck y Jimmy Dix (El último boy scout); Jack Slater y Danny Madigan (El último gran héroe); Harry, Gay y Harmony (Entre besos y tiros); e incluso Tony Stark en su encuentro con el niño Harley en Iron Man 3 son criaturas imperfectas pero honestas, directas en sus acciones, o que deben aprender a serlo.
El rudo y a la vez sensible matón que es Jackson Healy (Russell Crowe) y el torpe, borracho pero también inteligente detective privado que es Holland March (Ryan Gosling) se agregan a ese listado de individuos sinceros a su distintiva manera en Dos tipos peligrosos, que comienza de una forma que deja bien en claro que el mundo al que asistiremos tiene sus porciones de horror: lo que vemos es una muerte y su escenificación posee un componente violento que no deja de apelar a lo insólito. A partir de ahí, lo que veremos será a dos tipos metiéndose cada vez más profundo en el ámbito de la pornografía, descubriendo (y también protagonizando) hechos que evidencian vínculos cuando menos complejos con la política y la industria. La oscuridad está siempre ahí, acechando a lo largo de todo el relato, y hasta se podría pensar que este film podría haber sido realizado perfectamente por cineastas “importantes” que quisieran hablar sobre los manejos de poder y la violencia como componente esencial de la vida en una ciudad como Los Angeles. Pero Black no la hace tan fácil, su operación es más compleja, aunque pueda parecer simplista: lo que a él le interesa es hablar de las relaciones humanas, de las amistades que se generan en el medio de las piñas y puñetazos, de cómo un pasado terrible puede reconvertirse en un presente más claro a partir de hacerse cargo de los defectos propios.
El humor (negro y caricaturesco según la circunstancia) y las situaciones dantescas no son meras herramientas para causar risa en el espectador y hacer avanzar la trama (que lo hacen, y muy bien), sino cimientos dentro de un posicionamiento ético y moral: la risa y lo grotesco conectan a los personajes, los confronta con todo un universo donde lo que impera primariamente es la mentira y el sostenimiento de las apariencias. Por eso no es casualidad que la pornografía le sirva a Black como telón de fondo, pero no para ponerse moralista, sino para reivindicar la desnudez, literal y metafóricamente: si hay ciertas estructuras político-económicas que en la película deben ser desnudadas en todas sus miserias, Hollywood, parece decirnos el cineasta, debe empezar a descontracturarse un poco, a dejar los cálculos de lado y abrazar la espontaneidad de los cuerpos.
Y esa visión también se nota en las estupendas actuaciones de Crowe y Gosling, dos actores que muchas veces han caído en el maniqueísmo dramático destinado a obtener la fácil consideración crítica y hasta algunos premios, pero aquí se permiten escapar a muchos de sus fantasmas interiores. Si Crowe vuelve a darle entidad a su cuerpo desde las actitudes violentas pero también la reflexividad tierna sobre sus deberes y actitudes, lo de Gosling es notable por cómo subvierte concepciones sobre su propia figura a partir de una torpeza física que no elude la posibilidad de la inteligencia. Escenas como la del baño demuestran que se puede decir mucho sobre dos personajes y los lazos que establecen en apenas un minuto. Pero Black demuestra acá una dosis extra de sensibilidad en el papel de la hija de Holland, porque su interactuación con su padre y Jackson enriquece tanto desde lo infantil como desde lo femenino a esos dos hombres que están en un camino de indudable aprendizaje.
Dos tipos peligrosos, con esa mixtura humorística que va desde lo ácido a lo dulce, sin eludir lo directamente delirante como coherente oposición a un poder que se cree impune desde sus mentiras, es una anomalía dentro del cine actual. Es una película que reflexiona sobre las capas de artificio pero que nunca resigna la honestidad para con el espectador. En su risa, en la diversión que construye, hay un rictus de amargura, pero también fe en otras formas de contar historias: sin cálculos, sin hipocresías, sin poses, sino con la sana ambición de cautivar, confiando en esa máquina de verdad que puede ser el cine.