Cuando la “verosimilitud” no es genuina
El que mucho abarca poco aprieta. La famosa máxima puede aplicársele tanto al personaje central de Dos vidas –aunque de manera un tanto sarcástica– como a la película en sí misma. Es que el film del alemán Georg Maas (con algo de ayuda de la directora de fotografía Judith Kaufmann, según los títulos de cierre) intenta navegar en distintas aguas al mismo tiempo, pegando a veces golpes de timón, en otras ocasiones dejándose llevar por la corriente. No es la primera vez que una película ambiciona dejar contentos a todos: reflexionar sobre hechos dolorosos del pasado, inspeccionar cuestiones complejas como la identidad, retratar a seres humanos en momentos decisivos de sus vidas y entretener con las herramientas del thriller. Pero no resulta fácil mantener todos esos caballos a raya sin que el carro se desboque, y eso es lo que ocurre casi desde el primer minuto de Dos vidas, producción alemana con aportes noruegos, rodada fundamentalmente en este último país y en ese idioma (a pesar de ello, fue la emisaria oficial de Alemania para la carrera al Oscar “extranjero” de este año).
Típica película oscarizable, de asunto peliagudo y formato convencional, el comienzo encuentra a Katrine (esposa, madre y abuela interpretada por la alemana Juliane Köhler, la Eva Braun de La caída) haciendo un viaje relámpago desde Noruega a Alemania. Pero no a cualquier Alemania: corre el año 1990 y el muro que dividía al país en dos acaba de caer. Dos vidas toca un tema no demasiado conocido a nivel internacional, pero que tiene más de una resonancia local por razones obvias: aquellos hijos de padre alemán (en su mayoría soldados) y madre oriunda de alguno de los países ocupados por el ejército nazi (en este caso, Noruega) que fueron considerados arios por derecho, quitados del seno de sus progenitoras y enviados a maternidades en suelo germano para ser criados como verdaderos hijos del III Reich. De todas formas, no todo en el pasado de Katrine es lo que parece ser –algo que queda bien en claro desde las primeras escenas–, y detrás de su fachada de hija recuperada se encuentran varias capas de ocultamientos, mentiras y pecados no precisamente religiosos, corolarios de la Guerra Fría y del costado más inhumano de la maldita Stasi.
Profesional, circunspecta, con actuaciones siempre adecuadas y usualmente graves, haciendo gala de la fría fotogenia de los paisajes nórdicos, Dos vidas avanza con la precisión de su mecanismo de guión, protegida por la empatía del espectador hacia la protagonista. Flashbacks que todo lo explican, hasta el detalle más ínfimo (y con mucho grano fílmico, para que no queden dudas del salto temporal); profesionales del espionaje que, peligrosamente banales, de pronto se transforman en villanos de manual; un sendero de suspenso que funciona, siempre y cuando se olviden algunos de los factores que están en juego. Y el regreso, luego de varios años fuera de la pantalla, de Liv Ullmann –en el rol de una madre con pocas posibilidades de encontrar la paz familiar–, suerte de chantaje inconsciente para cinéfilos melancólicos. No hay nada infausto pero tampoco demasiado provechoso en Dos vidas, y es necesario escarbar bastante para encontrar algo interesante detrás de las ínfulas temáticas y la corrección narrativa, algo genuino detrás de tanta “verosimilitud”.