Dolores empaquetados
Dos vidas es el título de la película y adelanta el talante obvio de su trama. En una atmósfera de clandestinidad esbozada desde el comienzo, la protagonista entra y sale del baño del aeropuerto alemán con semblantes diferentes. No hay que ser muy suspicaz en los primeros minutos para saber que estamos ante un thriller de espionaje con telón de fondo cuya época coincide con la caída del muro de Berlín. La vida y el proceder de Katrine nos irán llevando por caminos de revelación dosificada. Por un lado, vive con su familia en una especie de cabaña, alejada de la civilización; por otro, se dedica a pasar información a agentes secretos. El trasfondo histórico es siniestro. Está referido al programa Lebensborn, creado por los nazis para formar a los hijos arios puros nacidos de soldados alemanes con mujeres de los países ocupados. En este caso, Noruega.
Lo cierto es que, más allá del argumento y del rico material de base, nada está librado al espectador sino más bien cocido y prolijamente empaquetado. Se puede aceptar que el horizonte de expectativas de esta clase de películas sea un Oscar a la mejor cinta extranjera (tiene todos los ingredientes para competir), pero no que le falte intensidad y que se la relegue por una corrección casi patológica y obsesiva por quedar bien exclusivamente con aspectos técnicos, como si eso bastara para un film. Siempre hay una escena que delata la medianía de este tipo de obras, su falta de ambiciones como sinónimo de conformismo. Las cortas intenciones de Maas y la omnipresencia de Kauffmann (colaboradora y fotógrafa) quedan al desnudo en una escena ya avanzada la historia: un padre desilusionado está sentado frente a un imponente mar (parece un cuadro romántico); su hija que se le acerca. La cámara se aproxima para que sintamos sus cuerpos presentes. La chica dice algo, expresa un estado de ánimo. Parece un momento íntimo, de aquellos que prácticamente no hay en esta fría latitud. Cuando el diálogo quiere avanzar, el director toma otro camino: pasa a un plano general que deviene en una estampa viciada de esteticismo donde, inertes, padre e hija quedan de espaldas frente al destacado entorno. Es el paisaje por el paisaje mismo, es decir, la nada misma. La fotografía le gana terreno a la vitalidad.
Este inofensivo manual de corrección no afecta ni agrede, pero perece en una indiferencia inmediata. Las buenas actuaciones y los logros técnicos no disimulan su falta de solidez en los diálogos (siempre interrumpidos por flashbacks explicativos que cortan el clima, presentados con un granulado colorinche, no vaya a ser que no entendamos) y la escasez de vida en los personajes (sobresalen como actores únicamente, es decir, imprimen sus nombres solamente). Da la sensación de que el tema podría ser de cualquier naturaleza, sin embargo, la estética del film permanecería incólume. Mientras tanto, hay que exprimir bastante para lograr un vaso con jugo.