La guerra de un solo hombre
Nieva en Leningrado, el viento helado se lleva las últimas hojas de los árboles, los afiches a color de Marx, Engels y Lenin se adivinan detrás de la bruma. Es la era de un nuevo endurecimiento después del deshielo, el último suspiro antes de la caída. La película nos sumerge en la vida cotidiana, artística e intelectual de principios los setenta, concentrándose en cinco días con Sergei Dovlatov: un escritor inteligente, impulsivo, cínico y desencantado que se encuentra en un callejón sin salida profesional. El protagonista intenta sobrevivir con pequeñas publicaciones periodísticas para distintos órganos del partido. Su trabajo lo lleva al set de filmación de una película en la que actores amateurs interpretan a grandes escritores rusos, o a una mina donde se descubren bajo sus ojos esqueletos de niños asesinados y enterrados por los bombardeos de la segunda guerra mundial: imágenes de un presente que lo devuelve constantemente hacia el pasado, atormentado por sus muertos de un modo trágico o extravagante.
La integridad moral es uno de los temas favoritos del cineasta. Dovlatov se niega a cualquier forma de transacción que lo comprometa. El protagonista está convencido de que tiene razón y batalla contra todo el mundo: es un espíritu brillante perseguido por los mediocres, que sin embargo sigue creyendo en su destino. Sentimos vibrar en él la irreprimible necesidad de escribir, a cualquier costo. El escritor se va construyendo pacientemente, desde la distancia irónica y escéptica de su mirada. En la bohemia por donde deambula Dovlatov, la obsesión con el pasado adquiere ribetes absurdos: una suerte de comedia kafkiana que amenaza con rasgarse para revelar la tragedia subyacente.
German reconstruye este mundo lírico y opresivo con largas secuencias hipnóticas marcadas por travellings persistentes: una fiesta improvisada entre jóvenes artistas en la azotea de un edificio, un día de rodaje o una velada con la oficialidad cultural. La cámara se mueve siguiendo las conversaciones entre personajes que se entrelazan, beben y discuten. Los retratos de grupo poseen una fluidez sorprendente, los planos secuencia generan la sensación de una coreografía espontánea y natural. Los diálogos al unísono, agudos e impactantes, revelan tanto la inteligencia de los personajes como su irremediable desesperación. Si bien la acción está acotada a cinco días precisos, la película es en realidad atemporal, lo que provoca una mayor densidad y alcance. La visión incómoda de tanta inteligencia despreciada es universal. A imagen de su héroe, el cineasta no compromete sus elecciones formales y mantiene su estilo inconfundible y fuera de tiempo. El notable dominio del espacio dramático y la extraña dimensión sonora de la película son proezas formales que se ajustan al retrato de un hombre y de una comunidad.