¿De qué vive un escritor?
Aleksey German, quien por la dirección de Dovlatov (2018), se alzó con un premio a la mejor dirección en Belgrado, retrata la vida del emigrado escritor ruso cuando todavía era novel y, bajo los estrictos parámetros de la Rusia Soviética, nadie quería publicarlo.
Serguei Dovlátov, uno de los grandes escritores rusos de la segunda mitad del siglo pasado, persiguió incansable un sueño que hasta no haber dejado la Unión Soviética detrás no pudo cumplir. Es más: aunque consiguió publicar en vida, no supo nunca del éxito que su obra cultivó después de muerto. El esfuerzo que lo llevó a darse una y otra vez la cabeza contra la pared en la Rusia comunista fue el mismo que lo dejó sin aliento para llegar a viejo. Murió en Nueva York a los cuarenta y ocho años.
La película de Aleksey German, que por título lleva el apellido del escritor, sigue apenas unos días en su vida durante principios de los setenta. Dovlátov, al que ningún editor quiere publicar —porque por aquel entonces había un artificial gusto establecido para lo que se podía imprimir: nada de pesimismo, nada que no alabara al régimen, nada que se olvidara de rendirle una vez más los honores a la figura del proletariado—, está al borde de rendirse. En medio de una separación, queriéndole a toda costa comprarle una muñeca alemana a su hija, y soportando los absurdos de la burocracia estatal, el escritor se pregunta si algún día su literatura saldrá a la luz.
En tanto recorte de una figura reconocida para muchos, la película enseña los duros años que precedieron a que abandonara la Unión Soviética, y las ridiculeces que soportó a veces sólo para poder comer. Para quienes no conozcan ni de nombre al escritor, Dovlatov puede que sea el fiel retrato de una aspiración. Un escritor no quiere trabajar —si entendemos el trabajo como la procesión que todos los de a pie tienen que hacer para servirse un pan de la mesa—: quiere —o necesita— escribir. Y mientras no haya publicado nada, ¿quién puede decirse a sí mismo escritor? Ya por la enorme maquinaria estatal, ya por los controles y las autocensuras, el hecho de que nadie quiera publicar a Dovlátov bien podría haber quebrado su entereza si no fuese porque el deseo era más grande.
Con una narración lineal y prolija, Aleksey German aporta un testimonio más sobre la capacidad de los gobiernos —y la cultura que imprimen en los pueblos—, sean éstos del color que sean, de ignorar lo que está fuera de su alcance, aquello que no sigue las duras convenciones. Si bien logra dar cuenta de lo grisácea que habrá sido la vida en la Unión Soviética de aquel entonces, por momentos la película se tiñe del mismo matiz y no consigue separarse de la abulia. Las burlas del escritor cada vez más dolido se repiten —a los jefes de los periódicos laboristas, a las mujeres que, quién sabe por qué, tozudas, pretenden darle una mano—, lo mismo que las noches de alcohol y de contemplación ante las bohemias caras conocidas. Dovlatov, que compitió en Berlín, está bien hecha pero no mucho más: al igual que el período de la vida del escritor que retrata, termina por hundirse en la neblina.