¿De qué vive un escritor? Aleksey German, quien por la dirección de Dovlatov (2018), se alzó con un premio a la mejor dirección en Belgrado, retrata la vida del emigrado escritor ruso cuando todavía era novel y, bajo los estrictos parámetros de la Rusia Soviética, nadie quería publicarlo. Serguei Dovlátov, uno de los grandes escritores rusos de la segunda mitad del siglo pasado, persiguió incansable un sueño que hasta no haber dejado la Unión Soviética detrás no pudo cumplir. Es más: aunque consiguió publicar en vida, no supo nunca del éxito que su obra cultivó después de muerto. El esfuerzo que lo llevó a darse una y otra vez la cabeza contra la pared en la Rusia comunista fue el mismo que lo dejó sin aliento para llegar a viejo. Murió en Nueva York a los cuarenta y ocho años. La película de Aleksey German, que por título lleva el apellido del escritor, sigue apenas unos días en su vida durante principios de los setenta. Dovlátov, al que ningún editor quiere publicar —porque por aquel entonces había un artificial gusto establecido para lo que se podía imprimir: nada de pesimismo, nada que no alabara al régimen, nada que se olvidara de rendirle una vez más los honores a la figura del proletariado—, está al borde de rendirse. En medio de una separación, queriéndole a toda costa comprarle una muñeca alemana a su hija, y soportando los absurdos de la burocracia estatal, el escritor se pregunta si algún día su literatura saldrá a la luz. En tanto recorte de una figura reconocida para muchos, la película enseña los duros años que precedieron a que abandonara la Unión Soviética, y las ridiculeces que soportó a veces sólo para poder comer. Para quienes no conozcan ni de nombre al escritor, Dovlatov puede que sea el fiel retrato de una aspiración. Un escritor no quiere trabajar —si entendemos el trabajo como la procesión que todos los de a pie tienen que hacer para servirse un pan de la mesa—: quiere —o necesita— escribir. Y mientras no haya publicado nada, ¿quién puede decirse a sí mismo escritor? Ya por la enorme maquinaria estatal, ya por los controles y las autocensuras, el hecho de que nadie quiera publicar a Dovlátov bien podría haber quebrado su entereza si no fuese porque el deseo era más grande. Con una narración lineal y prolija, Aleksey German aporta un testimonio más sobre la capacidad de los gobiernos —y la cultura que imprimen en los pueblos—, sean éstos del color que sean, de ignorar lo que está fuera de su alcance, aquello que no sigue las duras convenciones. Si bien logra dar cuenta de lo grisácea que habrá sido la vida en la Unión Soviética de aquel entonces, por momentos la película se tiñe del mismo matiz y no consigue separarse de la abulia. Las burlas del escritor cada vez más dolido se repiten —a los jefes de los periódicos laboristas, a las mujeres que, quién sabe por qué, tozudas, pretenden darle una mano—, lo mismo que las noches de alcohol y de contemplación ante las bohemias caras conocidas. Dovlatov, que compitió en Berlín, está bien hecha pero no mucho más: al igual que el período de la vida del escritor que retrata, termina por hundirse en la neblina.
La miseria que se esconde tras la fachada del horror La película de Ferenc Török, 1945 (2017), profundiza en un drama impecable el papel que todos los actores desempeñan en la construcción de un crimen, cómo en hasta el peor de los escenarios los miserables ganan igual. A río revuelto, dicen, los pescadores aprovechan. Si bien el horror -la muerte- suele llevarse todas las miradas, todo tipo de crímenes se dan cita durante las masacres -como lo fueron las guerras del siglo pasado y el exterminio en los campos de concentración-. En La terquedad, la obra de teatro de Rafael Spregelburd, se ponía en escena el tema: aprovechando el telón de fondo de la guerra civil que los falangistas ganaron en España, hubo quienes hicieron denuncias falsas contra sus vecinos para quedarse con sus propiedades. Ferenc Török construye un precioso cuento moral en 1945. En un pueblo perdido de Hungría, todo se desmorona con la llegada de dos judíos en tren. El alcalde ultima los preparativos de la boda de su hijo con una campesina -prometida anteriormente a otro campesino-, cuando le avisan sobre la llegada de los extranjeros. El título de la película da todas las guías de lectura que se necesitan: terminó la Segunda Guerra Mundial, es hora de que los judíos puedan volver a casa. La fórmula -aquí cocinada a fuego lento- es conocida: una a una, ante el menor soplido, caen las mentiras, lo que deja como saldo el pánico y la verdad. Mucho del poderío de 1945 reside en un guión que entreteje de manera paciente las tramas. Hasta bien entrada la película, el montaje paralelo insinúa que entre las escenas hay un punto de unión pero no explicita nada hasta que el entendimiento logre por sus propios medios rascar las pistas. Tanto la fotografía -exquisita- en blanco y negro de Elemér Ragályi como las actuaciones juegan un papel central en la construcción de este cuento que enseña el otro horror, aquel que no aparece en la primera plana de los diarios pero que cualquier vecino -sino todo el vecindario- puede perpetrar.
Las flores del árbol de cerezo Cocinada al ritmo suave del encanto y la dulzura, Una pastelería en Tokio (An, 2015), la película de Naomi Kawase, es tan profunda como entretenida. En Japón el dorayaki es tan popular que se vende en puestos callejeros. Se trata de un dulce hecho a partir de dos bizcochos que en medio se unen por una pasta de frijoles rojos, muy común en el Lejano Oriente. Sentarô (Masatoshi Nagase), el solitario encargado de una pastelería, pone un anuncio en busca de alguien que lo ayude con el trabajo. Nada parece conmoverlo, ni siquiera la animosidad de unas adolescentes —entre las cuales está Wakana (Kyara Uchida), quien le pide ser tenida en cuenta en la búsqueda laboral—, las consumidoras habituales del local. Un día llega Tokue (Kirin Kiki), una anciana menudita que tras insistir al final obtiene el puesto cuando le trae la pasta dulce que ella misma realiza con sus manos. El secreto del dorayaki en verdad no es ningún secreto: consiste en prestar el oído a quien lo necesita, sea el tiempo, la naturaleza o el amor. Si todo indica que la película girará en torno a la contraposición de la tradición y la modernidad, el relato se desvía de la corriente y navega bifurcaciones inesperadas. Desde luego que está presente, por un lado, la desatención que la actualidad propina a quienes ya se hicieron mayores —y con ellos, a sus historias—, y por el otro el salvaje apetito del capitalismo que nada sabe de respeto y humanidad. Pareciera, en un principio, que Tokue sólo encuentra la realización por medio del trabajo, lo que insertaría en la narración un mensaje un tanto inquietante. Pero en realidad lo que busca esta anciana maltratada es trabar nuevas amistades, ya que el mismo vínculo mantiene con sus pares y con la vida. Naomi Kawase teje una trama, al mejor estilo de Chejov, sin prisa pero con decisión. De manera oportuna cada personaje expondrá su situación al tiempo que se corre el velo sobre un aspecto quizá no tan conocido de la historia de su país: la mirada que tuvo sobre una enfermedad tan devastadora como la lepra y los enfermos que la padecieron. Las flores del árbol de cerezo son el marco ideal para una película que posa el ojo sobre las pequeñas cosas. El equilibrio lo practica en una soga muy delgada: en cualquier momento —como casi pasa hacia el final— puede venirse todo abajo. Y es que la combinación de dulzura y paciencia con la apuesta por los sentimientos más puros y la contemplación de la naturaleza en las manos de otro podría haber dado como resultado un cuento soso sobre las bondades de la vejez con sobredosis de azúcar. El fantasma de Ozu sobrevuela la puesta en escena: la mayoría de las alturas de cámara, los tiempos al interior del plano, los encuadres más bien cerrados. En la película de Kawase no se necesitan ni los petardos ni la tragedia para mantener el interés sobre una trama que prácticamente levita. Una lección que vale la pena aprender: a veces las mejores familias las conforman los amigos que la vida regala.
El pueblo que no podrá nunca descansar en paz Roslik y el pueblo de las caras sospechosamente rusas (2017) es un documental de Julián Goyoaga que indaga en una historia tan triste como real de la dictadura uruguaya: la del último inocente muerto a manos de los militares. Lo de Vladimir Roslik ojalá hubiese sido broma. Tiene sin dudas todos los condimentos para serlo: un equívoco, la estupidez, los villanos, y un inocente. El problema es que en verdad los villanos existieron, hicieron cosas terribles y no los salva ni su propia estupidez. El equívoco se cobró la vida del último inocente que padeció la dictadura uruguaya del siglo pasado. El destino de un solo hombre puede a veces resumir el espíritu de una época entera. Roslik y el pueblo de las caras sospechosamente rusas, la película de Julián Goyoaga, es un documental que pertenece a la triste tradición de historias latinoamericanas sobre la violencia de Estado. En San Javier, una pequeña localidad de Uruguay, acontecieron los hechos. Así como por todo el Río de La Plata están sembradas colonias europeas –de, entre otros, alemanes, españoles, ucranianos- quiso la suerte que allí fueran a parar descendientes de rusos –y, para los militares, la palabra Rusia tenía olor a comunista-. Por la persecución que sufrieron los habitantes del pueblo, allí se dejó de hablar el idioma de los antepasados. En el centro cultural quemaron sus atuendos típicos. La calma del interior se vio resquebrajada por la paranoia que trae el miedo: las sospechas entre los vecinos, los rumores que decían “algo habrán hecho”. Vladimir Roslik era un médico que había ido a estudiar a Rusia por una beca que le daba la posibilidad que en su propio país le estaba vedada: en Montevideo, para un hijo de trabajadores como él, debido al aspecto económico, estudiar había sido sencillamente imposible. El documental recoge los testimonios de los vecinos de aquella época y de personas que compartieron la detención con Roslik y que al día de hoy dicen sentirse avergonzados de haber vuelto con vida. Sigue el camino de la viuda del médico, quien desde su muerte dedicó todo de sí por ayudar a la comunidad –con fundaciones, parques para los niños, centros para los viejos- y ahora convencieron para postularse a alcaldesa. Y confronta al hijo con las versiones de su padre que sólo podrán ayudarlo a imaginar –se lo llevaron cuando él era apenas un bebé-. Para representar el horror el director elige la animación. Las secuencias donde los militares irrumpen en el pueblo, donde se llevan en plena noche a Roslik y donde la viuda debe inaugurar la primera placa con su nombre están animadas con la sutileza propia del quehacer oriental: no hacen falta detalles, sino sugerencias, frases que dichas por la mitad se entienden solas. Para todo lo demás, las entrevistas y el modo observacional de la cámara son las herramientas que utiliza la película. Lo valioso, además del proyecto en sí –que difunde una historia quizá no tan conocida por fuera de la frontera uruguaya-, reside en la contemplación de los cuerpos. Nadie de los que vivieron el momento reacciona de la misma manera y a nadie deja indiferente la tragedia de Roslik. Las calles del pueblo callan más de lo que dicen. Al final el documental imprime una afirmación que más bien suena a pregunta: tanto en 1989 –cuatro años después de la vuelta a la democracia- como en 2009 la mayoría de los uruguayos votaron porque no se derogue la Ley de Caducidad y reine, como hasta ahora, el silencio –que es justo lo opuesto a la verdad, la justicia y la memoria.
Ni en la derrota se apuesta el rigor En la película que retrata la última parte de su vida, Josef Hader se pone en la piel de un Stefan Zweig que renuncia al eslogan en pos de una postura meditada. Se supone que a las películas basadas en una –célebre- vida real uno puede sacarle más provecho si conoce de antemano al personaje. Por lo general, o vienen a rendir honores o pretenden iluminar la cara que en vida quedó a oscuras. En Stefan Zweig: Adiós a Europa (Stefan Zweig: Farewell to Europe, 2017), tercer trabajo de la actriz Maria Schrader tras las cámaras, por suerte no hay escándalo que ventilar y, si se trata de un homenaje, es igual de mesurado que el personaje reconstruido en la ficción. Hasta puede que no constituya un gran valor tener conocimiento previo sobre la vida del escritor o sobre su obra, porque de sus libros no hay más referencia que unos pocos diálogos y para contextualizar su vida basta con saber que hubo una guerra mundial donde el bando de Hitler estuvo cerca de ganar el siglo pasado. En su momento, durante los años veinte y treinta, Zweig fue una figura muy popular. Su presencia era bienvenida, requerida y, en más de una ocasión, provechosa: no era raro que quisieran –tanto la prensa como la política- sacar alguna frase de su boca para usar después en favor propio. Si bien la película está estructurada a partir de los viajes que, tras haber tenido que abandonar Alemania, lo llevaron a recorrer principalmente todo el continente americano, la premisa gira alrededor de aquello que no le pudieron hacer decir en un principio: durante su estadía en Buenos Aires en un congreso de escritores le piden que se pronuncie en contra del nazismo, a lo que Zweig se opone –no por pensar distinto, sino porque al parecer siempre prefirió las reflexiones concienzudas al fervoroso calor de la opinión pública-. Del Amazonas a la Argentina para llegar –tras un breve reencuentro con Europa en Inglaterra y Francia, omitido en la narración- a Estados Unidos y terminar sus días de vuelta en Brasil, la última parte de su vida estuvo signada por las noticias que le llegaban de la guerra y los intentos por salvar a los conocidos que huían de allí. El mayor mérito de la película quizá sea al mismo tiempo una decepción para los amantes del género: todo se basa en una lenta putrefacción. El cauteloso Zweig acomodado del congreso en Buenos Aires cede muy de a poco a la desesperación y la tristeza insondable. La puesta en escena, por su parte, no concede puntos al efectismo y conserva la sobriedad formal. Los planos, por lo general fijos, se instalan en cada escena. Para muestras sobra un botón: el epílogo es un ejemplo de rigor a la hora de tomar decisiones.
La realidad como paisaje Eran Kolirin intenta abordar en El enemigo interior (Me’ever Laharim Vehagvaot, 2016), a la vez que un conflicto familiar, la compleja situación de su país, sin lograr con éxito lo primero y dejando como saldo más ruido que nueces en la segunda empresa. David (Alon Pdut) se ha retirado del ejército y ahora intenta, sin suerte, empezar lo que él llama una carrera en marketing, que consiste más bien en convertirse en distribuidor de una empresa de venta directa. Rina (Shiree Nadav-Naor), su mujer, enseña literatura en la secundaria y se pregunta por si su cuerpo todavía es capaz de dar y recibir placer. Yifat (Mili Eshet), la única mujer de los tres hijos que la pareja tiene en común, tienta a oscuras los límites de su edad, y también de su cultura, de su religión y de la política de su país. La vida de una familia en Israel se parece bastante a la vida de tantas otras familias en cualquier parte del mundo. Un combo de potencialidades en la cuerda floja al borde de la explosión. En la trama que narra el recorrido de la joven desde manifestarse en contra del sistema junto a su novio y amigos hasta coquetear -del otro lado, franqueando la barrera- con un terrorista, El enemigo interior pretende dar cuenta de la complejidad del entramado social y político que atraviesa el territorio. O quizá, debido a los resultados del final, busca ganarse el beneplácito de aquellos consumidores que asisten a la sala a ver la película ya con sus expectativas cumplidas en la mochila: el que por situar la historia en Israel presupone seriedad, posiblemente sea el mismo que espera de toda película latinoamericana un pantallazo de pobreza. Tras un breve encuentro con la ambigüedad y el corrimiento, lo formal encara la pendiente y acaba por el piso. No más empezar, el tipo de plano, la mirada a cámara y la utilización de la música prometen un riesgo que nunca se asume por completo. La coreografía minimalista de los cuerpos durante el simulacro de evacuación parece que viene a jugar con el lenguaje pero no se trata más que de una ilusión. Nadie debería conceder que en el cine no haya una voz propia. Es un problema lo fácil que resulta, bajo el camuflaje de insertar un paisaje, hacer la misma película de siempre. Filmar el encuentro entre musulmanes y judíos no implica tener una mirada crítica. O sí: la denotación, según Barthes puede que sea la última de las connotaciones. Y entonces se abre otro juego, el de asumir cuánta responsabilidad hay también en la superficialidad de las cosas. Nada está mal o bien: siempre se trata de posturas. La película de Eran Kolirin se mete en un brete que a las claras no necesita. Es decir, El enemigo interior gana -si tiene algo que ganar- cuando pinta en sus vaivenes las pasiones de los integrantes de la familia. La tensión entre la obligación y las ganas es la materia prima. Por lo cual la pretendida reflexión sobre un conflicto que lleva -en lo concreto, aunque en verdad data de mucho más tiempo atrás- por lo menos medio siglo estallado deja un sabor a poco, un gusto a pescado podrido. Los árabes terminan por ser todos terroristas y los trapitos sucios encuentran indulto entre las cuatro paredes del hogar. Limitarse al conflicto familiar no significa rescindir la mirada sociopolítica -y si no, por nombrar un caso, habría que ver lo que hace Pier Paolo Pasolini en Teorema-, porque si las intenciones eran encarar con madurez la situación actual el discurso no se queda chico: más bien, un tanto engañoso.
Maneras de creer El policial de Xavier Giannoli, La aparición (L’apparition, 2018) opone la fe a los hechos y las pruebas a la devoción sin dejar que la tensión se escape por ninguna parte. Jaques (Vincent Lindon) es un corresponsal de guerra que recibe un encargo fuera de lo común: elvaticano quiere que encabece una comisión para investigar la veracidad de un supuesto milagro ocurrido en un pueblito francés. Con el corazón roto por la muerte reciente de un gran amigo, el fotógrafo con quien trabajaba, acepta el desafío confiando en que su metodología de trabajo -la investigación periodística- encontrará las pruebas que certifiquen o refuten la aparición de la Virgen María allí. En torno a la joven que dice haber vivido el misterio, la adolescente Ana (Galatéa Bellugi), no sólo han levantado una iglesia: el antiguo párroco del lugar rompió lazos con Roma y un montón de fieles peregrinaron para ser parte del culto recién nacido. En La aparición dos sistemas de creencia se contraponen, y es la descripción de la diferencia lo que sustenta gran parte de la película. El periodismo también es fe. Pensar que hay una verdad incuestionable que explica lo que sucede, pero que, como por lo general está siempre detrás de las cosas, uno debe raspar y raspar la superficie en su búsqueda, se parece a aquella verdad que según otros habita el rumor de todo lo vivo y el silencio de todo lo muerto, y a la cual es imposible, al menos en este reino, acceder. De uno y otro lado hay quienes viven el dogma con pasión, devoción y entrega: viven, por decirlo así, para lo que han elegido creer. Así como no deja de ser cierto que resulta un tanto absurdo que haya una comisión canónica encargada de someter a pruebas fácticas -como un análisis de sangre o una prueba psicológica- lo que no se puede ver -porque en realidad no hace falta verlo-, y hasta un tanto absurdo si vamos al caso que exista un lugar como el Vaticano cuando la apuesta más grande de Jesús es a favor de la caridad, más de uno puede estar en contra de que el cinismo se haya vuelto, para la mayoría, una religión. La aparición es un policial. Hay, por un lado, un hecho que precisa ser investigado; y por el otro están los protagonistas de la escena y el detective al acecho. Hay tires y aflojes, y una narración lineal que desenreda, de a poco, el ovillo. El montaje paralelo es la mejor decisión que Xavier Giannoli toma para la puesta en escena. ¿Qué otra cosa puede ser un contraplano si no la posibilidad de existencia de un Otro? Muchas veces, al filmar una escena de dos personajes, el plano de uno es seguido por el plano del otro -que hasta puede incluir una referencia del personaje del plano anterior, como el hombro o parte del rostro-. Y aunque no sucediera esto, por más que no hubiese más que un personaje, todo montaje supone una conversación. Incluso en los casos en que el montaje está negado -o mejor: permanece como potencia-. De esta manera, una estrategia constitutiva del cine clásico demuestra que conserva toda su eficacia. Si hay que contraponer dos voces, ¿qué otra cosa mejor? El día en que la moda vuelva a poner la fe en el centro de nuestras vidas quizá se entienda -como entrevé Jaques, con aquel rostro cansino que en sí mismo es un muestra de cine- que la verdad no importa nada, sino las cosas simples: el sacrificio, una caricia, el amor.
Al interior de los hombres Una película madura, con tantos matices como tiene Custodia compartida (Jusqu'à la garde, 2017), podría ser la corona en la carrera de un director. Y sin embargo aquí Xavier Legrand firma recién su ópera prima. La Justicia, en lugar de la verdad, busca dar con el relato más convincente. Hay que construir una opinión, ¿pero de qué manera? Piedra sobre piedra sin perder de vista que hasta el polvo tiene algo que contar. Por lo cual la linealidad se convierte en el escenario perfecto. Y al parecer no basta con que la mujer diga mi marido me pega, el padre de mis hijos es violento con ellos y me pega, porque las palabras que salen de una boca, para la jueza que debe decidir si la custodia se comparte, valen lo mismo que las dichas por aquel otro. Lo que importa es suministrar pruebas, sumar voces, apilar firmas de los que saben: así se estructura un buen relato. En el caso de la ópera prima de Xavier Legrand, la ley le da la derecha a Antoine (Denis Ménochet), el padre. Junto con Miriam (Léa Drucker) tienen a Julien (Thomas Gioria), todavía pequeño, y a Josephine (Mathilde Auneveux), a punto de ser mayor de edad. El argumento que se esgrime es que Julien –por más que en su declaración quede claro que no desea tener ningún contacto con el padre- no puede crecer bien sin la vigilancia de Antoine. La naturaleza –o lo que es natural por imposición- está escrita por varones, garantes del control y del orden. Todos merecen una oportunidad, parece querer decir el inicio de esta película que, con sencillez, va directo al hueso y, conforme avanza la proyección, teje los hilos para correr al espectador de lugar y convencerlo de que a la violencia doméstica hay que medirla con otra vara porque de un momento a otro la tragedia tira la puerta abajo. Por más que Miriam y sus padres –los suegros de Antoine- no quieran ni quiera Josephine, por más que Julien acuse estar enfermo, el padre tiene derecho a pasar un fin de semana sí y otro no con su hijo. ¿Qué culpa tiene Antoine? Miriam le niega su teléfono y le esconde que se mudaron de casa. Antoine por su parte ocupa todo el plano. Cuando lo comparten con Julien parece que el espacio se agotara: no circula aire en la camioneta con que lo pasa a buscar cuando están los dos sentados. Hasta que alquile algún lugar, Antoine se queda en los de sus padres, quienes disfrutan de poder ver al nieto. Su abuela paterna cocina y le da regalos –los que no le podía dar antes porque Miriam le prohibía tener contacto. ¿Qué culpa tiene la abuela? Su abuelo paterno lo invita a ir de caza. Almuerzan con pocas palabras y ante cualquier negativa o si las cosas no suceden como espera, Antoine de a poco pierde la paciencia. Está obsesionado con recuperar lo que perdió: en especial su matrimonio. Y lo que falla es su estrategia justo porque no tiene ninguna. Antoine desea y lo que desea pretende alcanzarlo como por arte de magia: yo ya cambié, dice. Y a uno le cuesta creer que es mentira, le cuesta juzgar esos ojos claros de párpados caídos, el cuerpo enorme cansado. El acierto de Custodia compartida reside en su humanidad, en su falta de juicio. Nadie es nada de antemano, por lo que Xavier Legrand otorga el beneficio del tiempo: que a la larga caigan las evaluaciones. Después, el deslizamiento que se da merece un aplauso de pie porque el machismo institucionalizado –que también muchas películas coincidieron en internalizar- provoca en principio cierta inquietud sobre por qué tanto rechazo, por qué no dejar que el pobre tipo esté con sus hijos, por qué no hablan bien de él para que cambie su imagen, para que las cosas se recompongan. Pero no, todos esos detalles que pueblan la dirección de los actores –esa tosuda imposibilidad de mirar a los ojos a Antoine- son signos que habrá que recoger en algún momento. El espectador debe estar atento –lo mismo que exige ese pitido insoportable al recordar en la camioneta que no se pusieron el cinturón de seguridad-: el miedo quizá esté justificado. Y a medida que haya menos y menos aire, Antoine va a pensar menos y menos antes de actuar. Cuando parece que se anda en círculos, la espiral empieza a cerrarse, y la violencia –que siempre estuvo latente y podíamos, de manera equivocada, perdonar en la medida en que no pasaba a mayores- debería haberse cortado de raíz. La última parte de la película es un thriller que, para transitarlo, pide aferrarse a las butacas. Xavier Legrand no sólo tiene un pulso envidiable y un futuro más que promisorio: pinta tan bien este presente complejo que parece simple narrarlo. Si la primera parte tiene ecos de los hermanos Dardenne, con la segunda tuerce el recorrido, sorprende y llena de vitalidad. La película, si tuvo un programa, lo desbordó y, sutil, se mudó de género al final: ojalá haya más obras así en el futuro, capaces de evitar que la mirada se acostumbre. El espectador prefiere dudar de qué lado estaba tanto como si era en realidad un sueño que se tornó pesadilla o siempre fue un horror que antes no se dejaba ver. Desplegar todos los colores es borrar también la culpa del mundo de los hombres, y esto no quiere decir que no haya condena –porque la debe haber- pero sí que condenar no es tan fácil –aunque hay casos y casos- y una solución posible es tomar más precauciones. De cualquier forma, se intuye que algo huele mal en la Justicia y, desde luego, en el sistema: unos deciden y, tras lavarse las manos, quedan sólo los humanos, que al fin y al cabo, sujetos a unas reglas tan viejas como estúpidas, deben padecer y vérsela entre sí cuando en realidad algunas desgracias podrían prevenirse.
Peras por manzanas La relación entre dos franceses durante casi medio siglo es la premisa de Monsieur & Madame Adelman (Mr & Mme Adelman, 2017), una película donde sobra la vanidad y el amor brilla por su ausencia. Uno tiende a participar de lo imaginario. La dinámica de la ficción, como juego de cartas, exige un ida y vuelta entre las partes. Hay estrategias y, dependiendo de lo que se enseñe sobre el tapete, el espectador puede completar los vacíos, poner todo de sí para iluminar lo que permanece oculto. De ahí que un personaje pueda despertar enojos, simpatía o hasta fanatismo: a partir de ciertas coordenadas –el quién, cómo y dónde del sujeto, lo que acciona y su recorrido- se construye la prótesis que le permite al espectador sentir como siente el personaje, por qué lo hizo, cuáles fueron sus motivos. En definitiva: imaginar. No es el caso de Monsieur & Madame Adelman. La película narra cuatro décadas en la vida de Sarah Adelman (Doria Tellier) y Victor de Richemont (Nicolas Bedos, actor y director) que van desde que los dos jóvenes franceses con sueños, pretensiones y muy distintos pasados familiares se conocen a principios de los setenta hasta su vejez, la muerte y el horror. Estructurada en capítulos, sigue un orden cronológico a la vez que grafica el paso de los años. Victor adoptará el apellido –judío- de Sarah, se convertirá en un escritor reconocido y en un hombre insufrible –aunque uno puede dudar de que el director así lo haya querido. Sarah, por su parte, vivirá a la sombra de su marido y terminará por sacrificar algo más que su individualidad: el brillo que tiene en un principio se apaga de a poco –lo mismo que el guión, en caso de coincidir en que ahí hubo brillo alguna vez. Cuesta imaginar personajes por los que el espectador pueda sentir menos simpatía: tan llenos de estupidez, soberbia y crueldad. Y es curioso, porque la película no apela a un código de incorrección política –por más que ese terreno de un tiempo a esta parte lo haya conquistado el progresismo, y hay que decir que al progresismo aquí se le dedica durante la proyección algo más que un guiño. De Chéjov para acá la exposición del lado menos amable de un personaje es condición y motivo de alegría. Ahora bien, en la obra del dramaturgo, como en la pila de obras que siguieron su ejemplo, no faltaba nunca humanidad. Victor y Sarah están envueltos en una trama que los pinta siempre egoístas –donde los insultos y la discriminación se regalan a cambio de nada y sin por qué. Aunque lo peor aparece cuando hacia el final se intente insertar por todos los medios la expiación, como si todos los viejitos merecieran ir al cielo. Nunca hubo amor en aquel círculo. Es sabido –y no está mal: sería bueno hacerse cargo. Con una lista profusa de escritores y de obras, referencias al cine de Woody Allen o al de Paul Thomas Anderson –por algunos recurrentes movimentos de cámara-, la película de Nicolas Bedos tropieza con cada lugar común que puede: el psicoanálisis y las madres, la exclusividad de ser judío, qué significa ser un francés de izquierda. La dirección de arte –hay que decirlo- es impecable y tiene un lugar fundamental en el desarrollo de la historia. En medio de este lío, los vaivenes políticos salpican la trama –pero salpican nomás: no mojan en serio. A mitad de camino entre una comedia romántica y la apropiación autoral de ciertos tópicos, la película sufre de una notable falta de carisma. No se trata de moralidad, sino de querer vender peras por manzanas. Amores los hay sádicos, los hay destructivos y dolorosos pero humanos siempre. El resto –lo chic, lo cool y la impostura- dura lo que tarda uno en olvidarse de un chiste malo.
Importa más el mensaje que la botella Jhonny Hendrix Hinestroza pretende con Candelaria (2017) meter el Caballo de Troya dentro de una historia de amor a la que le sobra ternura pero le falta la atención de su director. En Cuba, según el diccionario, la obstinación también puede hacer referencia al tedio. No se trata sólo de mantener contra viento y marea una idea u opinión. Sería posible en esta isla del Caribe escuchar que la obstinación de una persona provocó obstinación en otra. Lo que se antoja pertinente es utilizar este caso curioso para describir lo que sucede cuando un director de cine se emperra en transmitir un mensaje sin contemplar quizá que no sólo de pancartas vive una película y que no hacen falta luces de neón para que la vista de los espectadores no se pierda el anuncio. La intromisión del autor empírico también causa estragos en la vitalidad de la metáfora. Por lo general, la metáfora, cuanto más imprevisible es el camino que elige la traslación del sentido de una voz a otra para hacer surgir la comparación en la imaginación del receptor, es más luminosa. En cambio, si a uno le dan una guía donde lee al principio que toda ruina es comparable al país lo mismo que todo lo que no tiene remedio o la balsa al darse vuelta en medio de la huida hacia la esperanza, puede predecir sin dificultad que es importante entender una cosa: Candelaria habla sobre los desastres que dejó el comunismo de Castro y compañía. Al borde de la indigencia, dos ancianos, Candelaria (Verónica Lynn) y Victor Hugo (Alden Knigth), trabajan como si tuviesen veinte años para vivir apenas un día más, y así al día siguiente. Tras el bloqueo internacional y la caída del muro de Berlín –y del comunismo soviético, pirncipal patrocinador de los revolucionarios de barba y uniforme verde militar-, cada uno en Cuba hace lo que puede, en medio del florecimiento del trueque, el ílicito y el trapicheo. El mismo día en que un disturbio toma las calles de La Habana, Candelaria, en el sector de lavandería donde trabaja, encuentra una cámara de video que se permite guardar sin decirle nada a nadie. Con la misma velocidad con que los avatares de la economía doméstica golpean la puerta de su casa, el hallazgo provoca un renacer de la sexualidad entre los dos y también algunos giros en las costumbres de su amor. La recurrencia de los planos frontales termina por agotar, al igual que el uso de los discursos del primer ministro en la radio. No se trata de un programa, sino más bien de dejar librado al encanto que una historia entre ancianos pobres pueda suscitar el valor de la película. Está claro que hay dulzura pero a final de cuentas contaminada por una insistencia externa al cine. Si algunos montajes, tanto sonoros como visuales, pueden presumir al menos de ser ocurrentes, la dirección –que se traslada a los actores- ahoga la posibilidad de encontrar algo que se escape a un lineamiento forzado: uno tiene que contentarse con lo genuino de la vida de unos pollitos que andan por ahí. Candelaria, la película de Jhonny Hendrix Hinestroza, tiene buenas intenciones –en el caso de que uno pueda dar por sentado como suele ocurrir que a las intenciones del autor se puede acceder y que existe una vara para juzgar lo moral aquí- pero no alcanza.