7 DÍAS EN LA VIDA
Dovlatov es la historia de un escritor, pero de alguna manera está siempre escabulléndose de su cometido, como el propio artista retratado. El filme comienza con una mirada a cámara, una voz en off y unas imágenes que bien podrían confundirse por el comienzo de un documental en primera persona. Sin embargo, a paso lento, cansino, el relato avanza. Esa mirada a cámara interpela, “nos” interpela, aunque quizás el “nos” no se refiere a nosotros en sí sino más bien a los ciudadanos rusos o de aquellas potencias a las que el director quiera llamar la atención con esta historia.
Últimamente el cine ruso que nos llega tiene en común su crítica al autoritarismo de una sociedad demasiado reglada, aunque con intersticios muy pequeños no de libertad sino, más bien, de anarquía. En este caso, la historia de un escritor soviético en los años 70 que no puede ingresar al cerrado círculo de autores del régimen y que, a causa de ello, no puede publicar. El relato se circunscribe a una semana de ese largo periplo y en ella el protagonista visitará y dialogará con un sinfín de artistas que padecen el mismo destino.
Dovlatov transcurre sus días charlando, haciendo (o des-haciendo) lobby, probando suerte en trabajos por encargo, compartiendo sus penas y posibles estrategias con otros artistas; sin embargo, nunca aparece escribiendo, como si la tarea en sí misma fuera lo menos importante en esa URSS crepuscular. Lo que todos tienen en común es la juventud y su situación casi marginal a la que son obligados por no poder desarrollar su arte. Probablemente sea esta una historia (basada en hechos reales) que intente mostrar el autoritarismo de la Rusia de Putin, algo que tomaremos con pinzas por estar demasiado lejanos a aquella realidad.
El filme transcurre en una atmósfera intimista, fría, desaturada de colores y falta de grandes gestos, grandes acciones y música extradiegética. La fotografía gélida de los exteriores nos puede recordar a la de Bruno Delbonnel en Inside Llewyn Davis: Balada de un hombre común (Hermanos Coen, 2013), una historia que también hablaba de un artista imposibilitado de mostrar su arte debido a ese otro régimen (no menos autoritario que el soviético) que es el capitalismo.
El relato tiene una lógica interna muy coherente en todos los aspectos que acabamos de puntualizar aunque, por momentos, se rompe cierta complicidad con el espectador, cierta atmósfera del devenir divergente de la acción cuando la voz en off irrumpe explicando cosas que no necesitamos que nos expliquen, porque ya han sido mostradas de una u otra manera. Al final, las “obligatorias” placas contándonos el destino de gloria agridulce de los protagonistas parecen querer justificar la importancia de esta historia por la notoriedad en la vida “real” de los personajes. Que hayan sido famosos finalmente, o no, es completamente irrelevante pues ningún ser humano merece el destrato del estado y la obliteración de su obra por no pertenecer a la estructura del poder reinante.
Por Martín Miguel Pereira