Luego del éxito en Cannes de Retrato de una mujer en llamas Céline Sciamma decidió, contra todo pronóstico, no realizar una película aún más grande que aquella sino, por el contrario, se decantó por una mucho más pequeña, aunque sólo sea en cuanto a la producción. Pero esa austeridad no fue tal en lo referente al guion. Aquí todo es sutil, todo se dice en susurros y lo ideológico está tan presente como en su obra pretérita, aunque no se grite a los cuatro vientos. Una niña sufre por la muerte de su abuela y la huida madre, a la que le cuesta lidiar con la pérdida. Al vaciar su casa, los recuerdos comienzan a aflorar y no sólo en el plano de lo mental y emocional; estos terminan materializándose. Al conocer a otra misteriosa niña en un bosque, el filme comienza a encontrar su cauce. El bosque, lugar mitológico por excelencia, será el puente cortazariano, el lugar de pasaje de un universo a otro, como en Twin Peaks, es verdad, pero también como en Corazón de cristal, de Werner Herzog. Ese sitio ocupará un lugar central en la historia, geográfico y simbólico. Tanto para el protagonista de la película de Herzog como para la niña protagonista de este filme, el bosque es el lugar donde se buscan las respuestas que no parecen estar en el orden mundano. Sólo el tránsito hacia lo sobrenatural o mítico puede responder los interrogantes más profundos del ser humano. Lo mágico aflora al mismo tiempo que lo lúdico. En ello puede verse la influencia del cine de la Nouvelle Vague y de otras películas francesas posteriores de aquellos directores como Cuatro aventuras de Reinette y Mirabelle, de Rohmer o Céline y Julie van en barco, de Rivette, en particular cuando las protagonistas actúan una telenovela. El diseño sonoro completa el sentido del filme. La problemática y las distintas capas de lecturas están condensadas en los detalles, en los elementos más sutiles de la trama. El sonido ambiente está prácticamente ausente durante gran parte del metraje, sin embargo, en oposición, están en primer plano todos los pequeños sonidos inherentes a las acciones de los personajes: la fricción de la ropa, el arrastre de una silla, el cierre de una puerta, la vajilla cuando se sirve la comida. Teniendo en cuenta que el ámbito bucólico donde se desarrolla la historia, es llamativo no escuchar en abundancia los ruidos de la naturaleza, pero eso corresponde a una decisión concienzuda y atinada. Lo importante es lo sutil, no lo evidente. El riguroso cuidado de los encuadres, por momento almodovarianos, definen una ficción en donde la pequeñez de la producción no es de ninguna manera austeridad estética, bien por el contrario. Como si la directora hubiera decidido achicarse en pos de controlar todos los elementos visuales y sonoros. El tema del filme es, sin duda, la maternidad y el deseo de procrear. Aunque lejos de las grandes declamaciones que apenas rozan la superficie, Sciamma consigue una profundidad tan sorprendente como lúcida que nos invita a la reflexión al mismo tiempo que disfrutamos de un hermoso relato.
Yuyo Noé, uno de los protagonistas del filme y padre del cineasta Gaspar Noé, describe el acto creador: “Yo no sé lo que voy a hacer hasta que lo estoy haciendo”. En esa frase podríamos resumir la idea de la deriva creativa. Aunque veamos el producto terminado, podemos entrever las huellas de ese modo de trabajo en este último (y póstumo) documental de Pino Solanas. El experimentado cineasta entrevistó a dos de sus amigos artistas, el ya nombrado Yuyo y Tato Pavlovsky para hablar de los procesos de trabajo, de la historia, del paso del tiempo y de la vida en general. Pero él no es sólo el entrevistador, sino que forma parte de un tríptico en donde busca que tres artes dialoguen: cine, teatro y pintura. Como si supiera que era su último documental, parece estar dejando un legado para los hijos de ellos tres y para las generaciones futuras, un testamento. Hay en todo el relato una mirada enfocada en el pasado, incluso al darle voz a los jóvenes. En ese viaje retrospectivo es donde aparecen las imágenes más jugosas del filme, especialmente los detrás de cámara de varias películas de Solanas: El viaje, Sur, La nube, Tangos: el exilio de Gardel. Allí lo vemos a sus anchas desplegando su talento. Se habla mucho del arte y el compromiso político, del exilio, de una época muy particular de la Argentina y del mundo. Sin embargo, y a pesar de que Pino ha seguido activo durante todos estos años, deja poco para pensar en el futuro. Lo melancólico termina comiéndose cualquier expectativa ulterior. Esto queda subrayado por esos últimos momentos filmados de Tato Pavlovsky en donde ya no había esperanza de recuperación y una fuerte amargura se apodera de la pantalla. Para todos, incluso para sus hijos, lo mejor parece haber pasado ya y el filme vive y se alimenta de ese recuerdo. En este sentido, la obra parece una ofrenda, un álbum de fotos en movimiento que Pino quiso regalarle a sus amigos y sus familias. El exilio, quizás el germen de esa melancolía y tema recurrente en sus filmes se materializa haciendo que el relato tenga un pie en Argentina y un pie en París, como si en ninguno de ellos hubiera cicatrizado esa herida. Esto, sumado a los rasgos políticos de las obras de los tres artistas parece declamar que se crea como se vive, no puede haber contradicción. Así como en la arena política Pino volvió en sus últimos años a las fuentes del peronismo luego de sus aventuras tanto con políticos de izquierda como de derecha, este filme también es una vuelta a las raíces, como si, consciente de su pronta finitud, hubiera querido hacer las paces con todo y con todos para, finalmente, descansar en paz.
Lo primero que nos llama la atención de Un crimen común es su formato de exhibición. Resulta tan raro ver hoy algo más angosto que el 16:9 del standard televisivo, que una película con aspect ratio “cuadrado” nos hace, por lo menos, cuestionarnos por esa decisión. José Luis Guerín dijo una vez que era su formato favorito y me pregunté por qué. Con el tiempo llegué a la conclusión que éste es el plano de lo humano, del rostro. Porque los cuerpos ocupan casi todo el ancho del cuadro, sin dejar lugar para nada más. El entorno desaparece, pero sólo de lo visible y, con ello, automáticamente se amplía el fuera de campo. Y cuando hablamos de un filme que habla sobre el miedo y el terror, la elección parece casi evidente. Un crimen común es una película marxista, una película que habla de la lucha de clases. Su protagonista, Cecilia, es una madre separada con un hijo, profesora universitaria en Sociales. En su casa trabaja una mujer que tiene un hijo joven. El drama se desencadena cuando ese joven desaparece, luego de haberse presentado de noche en su casa y huido ante la negativa de ella a recibirlo, para luego aparecer muerto en un río. El culpable de su muerte es Gendarmería, que se la tenían jurada, según dicen los vecinos y su madre. A partir de ahí el equilibrio burgués que sostenía la vida de su protagonista comienza a tambalear. Cecilia enseña autores marxistas y que dialogan con el marxismo en sus clases. Reprende a dos estudiantes que le presentan un abstract con poco o nulo marco teórico. Cecilia se mueve en el mundo de las ideas, allí encuentra su anclaje. Cuando muere el joven, la culpa comienza a atormentarla, pero no sólo por no haberle abierto la puerta aquella noche, sino porque, previamente incluso, había desconfiado de él; lo creyó una amenaza, lo prejuzgó por pobre, lo creyó un delincuente. En un principio, refugiada en sus ideas y sus textos, Cecilia pensó que había en su vida una armónica convivencia de clases. Incluso almorzaba con quien era su empleada. Pero cuando su miedo burgués a perderlo todo comienza a azotarla, los textos dejan de dar respuestas. El conflicto de la película es entre teoría y praxis. Al tener que confrontar con otra clase social los textos se vuelven letra muerta. Esto se evidencia por un progresivo desentendimiento de sus responsabilidades académicas e incluso un cuestionamiento sobre los autores de la cátedra. A aquellos estudiantes que primero reprendió, ahora, ya con marco teórico establecido, directamente los ignora. La academia no resuelve sus miedos. Ante el primer conflicto con su empleada, la lucha de clases se materializa e impide cualquier tipo de convivencia o tregua. La culpa no es de ninguna de las dos, ambas están determinadas por su clase social. El director nos dice que no hay reconciliación posible, no hay pacífica convivencia porque el sistema capitalista lo impide. Una vez que ocurre la contienda, todo vuelve al equilibrio, un equilibrio capitalista, un equilibrio que pone a cada uno en su lugar: la burguesa con su conciencia tranquila, la proletaria con un hijo muerto por “negro”.
PERSEGUIDORES Cuando leí “El perseguidor” (y supongo que a muchos les pasó lo mismo) al comienzo creí que el título hacía referencia al narrador del cuento, Bruno, que parecía perseguir incansablemente al músico Johnny Carter en esa tarea de acoso tan cara al periodismo. Pero pronto nos damos cuenta que el que persigue no es realmente él, sino Carter, y lo que busca no es a una persona, sino una verdad, una otredad en un mundo cada vez más surrealista. De la misma manera, el filme de Marco Berger comienza con un adolescente gay que parece estar “cazando” partenaires sexuales. Los planos iniciales, con exhaustivos detalles del bosque y sus sonidos, más una constante (y a veces excesiva) música de suspenso parecen reforzar esta idea del acechador. Rápidamente descubrimos que el protagonista vive en un entorno suburbano y su periplo tendrá como escenario la ciudad y otros sitios rodeados de naturaleza. La idea del cazador va reforzándose con el correr del relato hasta que en un momento el cazador se vuelve, sin darse cuenta, el animal perseguido. Pero no es por inversión del relato, sino que la estructura narrativa se va asemejando a una pirámide alimenticia. El núcleo dramático tarda en hacerse evidente y por momentos el filme parece digresivo o meramente hedonista. Sin embargo, la puesta en escena va tirando pistas sobre el desarrollo posterior. La cámara y el montaje parecen seguir exclusivamente las miradas y los cuerpos. Hay una sexualización marcada de los adolescentes y una fragmentación de los cuerpos muy sugerente que emula a la utilizada por el género pornográfico. Los personajes se objetivizan, se cosifican y se transforman en objetos de deseo, no sólo por parte del protagonista sino de otro que ni siquiera es el espectador. Esto no es casualidad pues la pornografía va a jugar un rol crucial en la trama. De esta manera, la puesta en escena completa el sentido del argumento y lo refuerza. Ese mundo masculino de cuerpos sexuales y homoerotismo muchas veces nos hace olvidar que es un mundo de niños, en última instancia, y la situación en la que se ven envueltos los personajes es horrorosa. Con mucho tino, eso coincide con el punto de vista del protagonista, lo que demuestra una notable pericia en el manejo de todos los elementos de la puesta en escena por parte del director. Lo mismo ocurre con el acto sexual, siempre fuera de campo, en el terreno de lo oculto. Sin la mano del director y quizás solamente con la lectura del guion, El Cazador podría parecer un mero filme de denuncia o hasta educativo para proyectar en la ESI. Es Berger el que convierte todo eso en una película digna de atención. Por Martín Miguel Pereira
NO SOLO MATAN LOS HOMBRES Línea 137 es un documental en un sentido casi extremo de la palabra partiendo de una dificultad que podría hacer tambalear cualquier proyecto: no poder mostrar a sus protagonistas, todas ellas víctimas de violencia de género. En su crítica negativa a la experimental La dama del lago (Lady in the Lake, 1946), en donde el director Robert Montgomery toma la novela homónima de Raymond Chandler para realizar un policial negro casi exclusivamente en subjetiva, François Truffaut trataba de explicar por qué no funcionaba la película. Su explicación se resumía en que para identificarnos con el protagonista no necesitamos ver lo que ve sino que necesitamos ver su rostro, la mayor cantidad de tiempo posible, algo que, acotaba, había realizado en Los 400 golpes (1959). Esta dificultad de producción se torna rápidamente en desafío de guion y dirección. Seguramente esa restricción era contemplada desde la misma investigación para realizar el documental, a cargo de la periodista-activista feminista Marta Dillon. Cabían dos actitudes para enfrentarse a tamaña dificultad: 1. Intentar que ese hándicap se note lo menos posible de forma que el filme siga funcionando a pesar de eso. 2. Utilizar esta, a priori, limitación para hacerla forma y extremar los recursos del documental. Afortunadamente la directora Lucía Vasallo optó por la segunda. No solo no podemos ver a las protagonistas sino que, incluso de las personas que sí podemos ver (los trabajadores de la línea de asistencia) y reconocer a lo largo de filme, tampoco llegamos a “conocerlas” en el sentido en que lo haríamos en un documental convencional. No hay entrevistas a ellos de ningún tipo y mucho menos cabezas parlantes. No le hablan al espectador ni a la directora. La cámara, entonces, se vuelve un testigo casi clandestino, invisible pero no en la forma del cine clásico de Hollywood sino que simplemente parece estar allí, pasando lo más desapercibida posible. De esta manera la narración no es clara, decimonónicamente hablando, asistimos a retazos de la historia. Esa falta de omnisciencia nos sitúa no en el lugar de la víctima sino en el de testigo. Debemos creerle a la protagonista porque no tenemos más prueba que su palabra. Ni siquiera se nos permite ver las secuelas físicas de algunas de las violencias a las que fueron sometidas. Todo nos es vedado, como nos es vedada en la vida diaria la realidad de esas mujeres en sus domicilios privados donde conviven con su victimario. La ausencia de rostros es utilizada como Bresson la utilizó en Un condenado a muerte se escapa (Un condamné à mort s’est échappé ou Le vent souffle où il veut, 1956), como retrato de una represión y una violencia que está en el sistema, que no debemos ponerle un rostro específico pues lo que mata (aquí) es el patriarcado como cultura y organización socio-económica, no solo los individuos; estos son culpables, sí, pero son intercambiables. Muertos estos perros no muere la rabia. Cuando digo que el filme es en extremo documental lo hago porque su relato no tiene un comienzo y un fin delimitados por las reglas del relato clásico. Sino que es un recorte hecho, solo en apariencia, en cualquier lugar; como una instantánea tomada en la calle en cualquier momento azaroso. El último caso, donde se describe una violencia machista con trágicos antecedentes familiares, como historias que se repiten de generación en generación, nos deja tambaleando en el aire, intranquilos, temerosos. No hay clausura, no hay cierre, no hay vuelta al orden porque la historia de la violencia patriarcal tiene inicios tan remotos que es imposible fecharlos y no parece tener fin. Entonces, esa decisión de la directora y la guionista termina de establecer la forma y el discurso: la violencia sigue y se perpetúa sin que los culpables tengan su castigo, sin que las víctimas puedan ser defendidas. Por Martín Miguel Pereira
AL OTRO LADO DEL RÍO De lo más interesante que se está viendo en el 34º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata es, sin duda, la Competencia Argentina y La Botera, ópera prima de Sabrina Blanco, lo confirma. Explorando un espacio marginal tanto para la ciudad como para las representaciones cinematográficas como es La Isla Maciel, nos acerca no sólo una geografía extraña al porteño e incluso al bonaerense sino que nos invita a descubrir una historia singular, interesante y de gran potencia emocional aunque contenida, casi reprimida. Tati es una adolescente que vive sola con su padre y tiene un sueño: conducir el bote que traslada a la gente de un lado al otro del río. Podría buscarse una obvia analogía con Caronte, quien trasladaba a los muertos a través del río Aqueronte a cambio de una moneda. Pero el bote no representa el paso de un mundo a otro, ni siquiera como cuestión aspiracional a llegar ser clase media de ciudad. Más bien el viaje representa el cambio interno y poder conducir ese viaje, tomar los remos, se torna en autoconciencia y autodeterminación. Tati quiere tomar las riendas de su vida, quiere pelear por sus deseos, quiere crecer en un entorno hostil en el que ser un niño no representa ni la felicidad ni la inocencia sino que la niñez es el universo de la debilidad, la desprotección. En ese periplo antoinedoinelesco (permítaseme el neologismo) iremos descubriendo a Tati al tiempo que ella misma. La solidez del relato descansa en un guion sutil, complejo y sin fisuras y en unas actuaciones muy naturales, de nivel extremadamente parejo que nos permite sumergirnos en las profundas aguas de su protagonista. Por Martín Miguel Pereira
Una película de Nanni Moretti es siempre esperada por el público cinéfilo y especialmente por quien escribe. Pero un documental lo es aún más teniendo en cuenta el tiempo transcurrido desde su última incursión en el género estrenada comercialmente, la podríamos datar en 1998 o 1993 si aceptamos dentro de él películas tan empapadas de lo ficcional como Aprile o Caro Diario o, ya sin ninguna duda, de 1990 cuando estrenó La cosa, sobre la re-estructuración del Partido Comunista Italiano. Santiago, Italia se encuentra claramente en la línea de este último. Como escribí hace unos días en referencia a Lopez Torres: pintor en la llanura, es imposible ver un filme abstraído de toda la historia del cine y, particularmente, de los otros que se hayan realizado sobre la misma temática. En este caso, como sería de esperar, América Latina ha sido tremendamente profusa en relatos sobre las dictaduras que tuvo que sufrir. Desde los principios de los golpes de estado que aquejaron la región entre mediados de los años 60 y finales de los 70 gran número de documentalistas han sentido la urgencia de filmar lo que sucedía a su alrededor. Quizás el ejemplo más cabal de este caso sea el de Patricio Guzmán, quien salió junto a un camarógrafo a filmar el momento en que Pinochet bombardeaba La Moneda y donde ese mismo compañero captaría con su cámara el disparo que lo mataría. Luego vinieron los documentales hechos a posteriori, donde se buscaba ora tratar de explicar lo sucedido ora denunciar las pervivencias de un régimen en teoría acabado. Sobre lo primero contamos con la emblemática La República Perdida. Sobre lo segundo (y sobre casi todo) se encarama todavía hoy como una de las piezas más excelsas de la filmografía mundial Juan, como si nada hubiera sucedido. Finalmente, cuando los hijos de los desaparecidos tuvieron edad de comenzar a filmar, surgió una verdadera ola de documentales en primera persona de los cuales el más destacable quizás sea, por su acidez, su inconformismo y desenfreno, M, de Nicolás Prividera. Con todos estos antecedentes realizados en el continente americano, dura es la tarea del director foráneo que pretenda dar cuenta de nuestra historia o intente incluso una mirada personal sobre ella. Tal es el caso de la nueva película de Nanni Moretti. Este prefacio tiene el propósito de explicar quizás el primer problema con el que se encuentra Santiago, Italia ante el público latinoamericano: nos cuenta, como novedad, una historia que conocemos profusamente. Entendemos, entonces, que el director está pensando en un espectador europeo o, por lo menos, no latinoamericano. En ello transcurre un tercio de la película hasta llegar a lo novedoso, o no tanto, del relato (ver, para el caso, Diario de uma busca de Flavia Castro): la embajada italiana como refugio para los perseguidos políticos. La narración se basa en cabezas parlantes con casi nula presencia del director salvo en las voces over de las preguntas. Allí radica lo mejor del filme, la pericia de Moretti como entrevistador. Sin embargo, quienes gustamos de su cine anhelamos más presencia suya en cámara y no por fetichismo de la figura del director admirado, sino que, con ello, estaría haciendo a este documental único (también podría haber aprovechado más el recurso de la voz en off). Al faltarnos eso, estamos frente a un filme más sobre la dictadura –chilena en este caso. La impronta del director está plasmada mejor hacia el final ya que, luego de escuchar numerosos relatos sobre lo importante que fue Italia para los refugiados políticos y lo bello que era el país y su gente (¿acaso no son lo mismo?) en la década del 70, Moretti clava, al pasar, un estiletazo haciéndonos saber que ese país hermoso de otrora ya no es tal. Santiago, Italia está lejos de ser una película fallida, aunque la inocencia de un autor que habla sobre algo que no conoce en profundidad para un público bien informado transformará este documental (por lo menos para los latinoamericanos) en “una película más”. Por Martín Miguel Pereira
Un hombre grande, de entre 50 y 60 años, vive una vida de laburante pobre en un entorno tan pobre como él mismo. Durante los primeros minutos del metraje lo vemos realizando acciones cotidianas. Estas son retratadas con tamaños de plano que van de los medios cortos a los generales casi sin transición y luego con la cámara siguiéndolo al mejor estilo Dardenne. Si la imagen fuera fílmica (en 16mm) y blanco y negro estaríamos frente a la típica película del nuevo (nuevo) cine argentino. También por la temática, pues esa generación que comenzó a filmar en el ocaso de la aventura neoliberal de final de siglo retrató más a la clase media empobrecida que a la clase baja –salvo gloriosas excepciones como Pizza, birra y faso o Bolivia. Pero hablamos de un laburante pobre y de clase media empobrecida y no es un error pues a pesar de lo dicho hay un detalle en la historia de ese hombre que nos desacomoda, que nos hace pensar que hay más que lo que vemos en la superficie: el protagonista es pintor. Si bien el arte puede ser desarrollado por personas de cualquier clase social sabemos que es por demás extraña esta actividad en la clase proletaria, más aún cuando luego nos enteremos de los conocimientos teóricos del pintor. Luego de la presentación del protagonista, con la aparición de un niño (que terminará siendo el verdadero protagonista o más bien tomará la posta de este) sobrevendrá el conflicto dramático, que no termina de desarrollarse o, más bien, lo hace de una manera muy solapada y poco clara. Lo que comienza como relato de aprendizaje (del arte por parte del niño y de la paternidad por parte del pintor) quedará truncado por la incapacidad de uno de enseñar, de compartir verdaderamente y del otro por las circunstancias de marginalidad que le toca vivir en una Córdoba casi post-apocalíptica. Forzando un poco la mirada podríamos decir que el apocalípsis fue la última dictadura que instauró el neoliberalismo en el país. La referencia no es gratuita pues el background story del protagonista, que descubrimos en un diálogo, nos dice que su situación actual de marginalidad se debe a la clandestinidad que vivió durante el gobierno dictatorial; como si de la marginalidad política y social hubiera pasado a la económica, lo que puede ser una metáfora del devenir de la sociedad entera. Sin embargo, en ese proceso de aprendizaje no se juegan la ética y la moral y no se termina de entender cómo afecta ese pasado al protagonista para imposibilitarlo de enseñar ni si sus sueños truncados de los años 70 tienen relación con ese presente. Quizás la directora no quiso exponerlos de manera explícita sino que con esas pistas dejó que las relaciones se generen en nuestra cabeza. Pero, de ser así, sin ese trasfondo, la película no es más que una anécdota de gente que vive en la pobreza, sin ninguna profundidad ni textura. Cuadros en la oscuridad puede ser dos películas distintas de acuerdo al grado de comprensión que uno posea: por un lado, una metáfora, un alegato contra nuestro pasado; por otro, un relato (más) de pobreza e incomprensión. Las buenas películas deberían funcionar en cualquiera de las dos formas: de manera simple como un buen relato o, de manera compleja, como una gran obra; que no es el caso del filme en cuestión. Por Martín Miguel Pereira
EL BRILLO DE OTRORA Foto Estudio Luisita expone su tesis inmediatamente, sin vueltas, como un boxeador que sale a matar de entrada y el rival conoce primero su puño antes que su cara. Así nosotros, los espectadores, comprendemos, a partir de unos planos de archivo de una Avenida Corrientes esplendorosa, radiante de glamour y su contraste con la mítica avenida en el presente, que estamos frente a una película en la cual “todo tiempo pasado fue mejor”. No es por eso, necesariamente, un documental conservador sino que es ni más ni menos que la adopción del punto de vista de su protagonista. Pero además la focalización desde Luisita está atravesada por la mirada de la directora, presente, pregnante. Su voz en off nos acompaña todo el metraje, su imagen frente a cámara explica y justifica la motivación de realizar esta obra. También nos permite entender su fascinación por ese personaje. Sol Miraglia es fotógrafa, como Luisita, también es mujer en un mundo de hombres (que lo sigue siendo más allá del paso del tiempo). La nostalgia de Luisita es también la de la directora, que no llegó a conocer el brillo del teatro de revistas en su mejor momento, en donde las estrellas eran inalcanzables, cuando todo relucía. Sin embargo, como dijimos, no es un documental conservador y eso se juega en la forma. Sin ser necesariamente vanguardista, sí tiene una utilización muy moderna, aprovechando la tecnología actual, de la imagen de archivo, muy creativo y a la vez simbólico. Ese es claramente uno de los grandes logros de la película, en contraste con tanto documental donde las fotos pasan como en un video de cumpleaños de 15. El montaje no se evidencia cronológico sino más bien temático aunque hay dos hechos que estructuran la narración: la muestra fotográfica que se va a hacer de Luisita y sus cumpleaños. Más que conservador, es un documental sobre la conservación. Hay una urgencia latente por homenajear en vida a la fotógrafa colombiana y también porque no se pierda su obra, que estaba casi sumida en el olvido. Esa lucha siempre desigual contra el tiempo que todo destruye al fin de cuentas es representada por la calle Corrientes y el teatro Maipo al comienzo del filme. Ambos símbolos de Buenos Aires trocan en alegoría y metáfora. Si no se pudo conservar el esplendor de otrora, por lo menos hay que atesorar los documentos que la mostraban así, luchando contra el olvido de los que lo vivieron. También es una forma de mostrarles a las nuevas generaciones que no llegaron a conocer el mar de gente de la peatonal Lavalle los días de cine y el resplandor de los teatros del centro. El documental, desde el inicio, alcanza momentos de profunda emoción gracias a que rápidamente empatizamos con las tres hermanas colombianas que llegaron a la Argentina en busca de un sueño, que fueron encontrando un poco azarosa y rápidamente. La ternura que generan en su cotidianidad mundana se conjuga con una gran destreza artística y una postura simple pero a la vez profunda en cuanto a lo que tiene que ser el arte. Luisita busca la belleza, a veces escondida, de la gente. De la misma forma, la directora busca (y encuentra) la belleza de ese personaje que nos enamora más aún por sus gestos y sus palabras que por su arte, sin dudas excelso. Foto Estudio Luisita es como su protagonista: simple, tierna y con una enorme pericia disimulada casi por pudor pero que se hace evidente una vez que lo observamos con atención. Por Martín Miguel Pereira
LA NOVIA QUE QUERÍA VIVIR Es muy difícil crear una obra que muestre la injusticia de ciertos preceptos y conductas de religiones o ideologías que uno no comparte y que, a la vez, los haga comprensibles aunque no podamos justificarlos dentro de nuestra cosmovisión. Más aún cuando esas tradiciones que no son las nuestras chocan tan flagrantemente con nuestros ideales. Sin embargo, La Boda logra su cometido. El relato comienza en pleno conflicto. La protagonista se debate entre rehuir y poder casarse en una boda arreglada por su familia y su autonomía, su libertad de decisión, aunque ella no sepa bien qué es lo que quiere. El conflicto es familiar, en donde todos asumirán su papel fundamental en la confección de un férreo patriarcado justificado por cuestiones no sólo religiosas sino sociales. La lucha de Zahira no podrá ser propia pues sus decisiones incluso afectan más la vida de su familia que la suya. En esa compleja trama es donde los juicios unívocos se topan con las múltiples vicisitudes del entramado de relaciones que construyen la identidad de determinados grupos. Nadie va a cambiar sus opiniones en esta materia luego de ver el filme, pero seguramente enriquecerá su visión de una cultura que, de tan ajena, puede parecernos por momentos arcaica, cuando no salvaje (y en muchos casos termina siéndolo, así como la tan mentada “cultura occidental”). La Boda es a todas luces una tragedia en donde la ley quebrantada es clarísima aunque el deseo sólo lo es en su pureza de pulsión vital, sin necesariamente un destinatario. La protagonista se rebela ante el mundo constituido y sobreviene el caos; un caos contenido, pues ese mundo es en verdad un micromundo, un enclave musulmán dentro de un continente judeo/cristiano. Como imaginamos y para cerrar la idea de la tragedia, sobrevendrá la crisis, el castigo y la vuelta al orden, aunque sabemos que esta nunca es gratuita ni tampoco es un viaje al pasado; dejará sus secuelas (y grandes). Dos personajes se sacrificarán para que el orden sea restituido. Las consecuencias de ello debemos imaginarlas, aunque son bien claras. Es bien claro que el filme refleja una realidad europea en donde la diversidad del choque entre culturas se resuelve muchas veces de forma violenta gracias a la incomprensión ajena, pero también propia. En última instancia, lo que más separa a los colectivos culturales producto de la inmigración es, aquí por lo menos, el hecho de que unos viven en un lugar (en su completa acepción) mientras que otros lo habitan en parte, con un pie en el presente y otro pie en el pasado, representado por su tierra natal. Nunca más refutado el refrán If you are in Rome, do as romans do (Si vas a Roma, actúa como los romanos). Por Martín Miguel Pereira