"Downton Abbey: una nueva era": la restauración conservadora
La aristocracia inglesa de "Downton Abbey" es una clase feliz, carente de prejuicios, hipocresías o ataduras morales.
Al lado de Downton Abbey (la serie y sus dos spin offs cinematográficos), The Crown es la revolución bolchevique. En la serie de la corona, que es muy buena y no sólo por esta razón, la casa real británica es vista como presa de un chaleco de fuerza, hecho de la imagen que debe proyectar. La aristocracia inglesa de Downton Abbey es, por el contrario, una clase feliz, carente de prejuicios, hipocresías o ataduras morales. Curiosamente, no son ellos sino su mayordomo en jefe el que luce lo que los estadounidenses llaman stiff upper lip, literalmente labio superior rígido y en nuestro idioma, gente estirada.
Los dos ejes narrativos de esta segunda secuela, que transcurre a fines de los años 20 y está tan superpoblada como la serie, son sosos como un meat loaf sin sal. En uno de ellos, la excéntrica matriarca de la familia Crawley (Maggie Smith, of course!) comunica a su parentela que un noble francés le ha legado tremenda mansión junto al mar, y que ha resuelto dejarla como herencia a una de sus nietas. Más allá de la sorpresa inicial de los hijos de la anciana (un grupo de actores que no pasó por la Royal Shakespeare Company) éstos no incurren en envidias, intrigas o movidas de piso. Qué va, si son más buenos que el pan de centeno. ¿Pero por qué heredó Lady Violet esa propiedad de una manzana entera, rodeada de espléndidos jardines? Porque 60 años atrás tuvo cierta aventurilla con el francés en cuestión. Estupor, pero ningún escándalo. Ya sabemos de la magnanimidad de los Crawley. Algunos de ellos, eso sí, deberán cruzar el Pas de Calais, para convencer a la hija del noble (una Natalie Baye más rígida que el mayordomo mala onda) de que debe declinar sus derechos. Lo hacen con la mayor amabilidad y cortesía, por supuesto.
Al mismo tiempo un director de cine (Hugh Dancy) ha solicitado el uso de la gigantesca propiedad del clan para un rodaje que empezará siendo mudo y terminará sonoro. El galán, parecidísimo a Clark Gable (el siempre excelente Dominic West) mira con simpatía a un mayordomo joven, y la rubia estrella, que parece no hablar por estar en el Olimpo, cuando abre la boca lo hace como una vendedora de papas del Covent Garden. Es lo más divertido (aunque carente de todo matiz) de una película de tono ligero (los copetudos son tan felices…) y una puesta en escena tan chata como el frente del Museo Británico. Como curiosidad debe señalarse la reaparición de la estadounidense Elizabeth McGovern, la recordada Deborah de Érase una vez en América, haciendo de inglesa cancerosa pero, como corresponde, sonriente.