Ya son tantos los pecados que el cine ha cometido en nombre de Drácula que uno más resulta indiferente. Esta vez el conde de Transilvania viene de la mano de quien alguna vez mereció el adjetivo "gran" delante de su apellido pero que a esta altura (habría que decir "profundidad") de su carrera simplemente hay que llamar Dario Argento.
A quienes el director italiano no les suena deben saber que es un maestro del terror gótico cuyas mejores películas (Rojo oscuro, Suspiria) se caratecterizan por iluminaciones saturadas que infunden tanto en las escenas interiores como exteriores una atmósfera asfixiante y alucinada.
Algo de esa atmósfera persiste en este Drácula 3D, aunque en vez de inquietante el efecto de la tercera dimensión es muy parecido al que producen esos libros infantiles satinados de figuras desplegables. Las formas humanas se aplanan y se despegan del fondo y parecen siluetas recortadas antes que personas.
El cine clase B de fines de la década de 1950 (Roger Corman y companía) al que podría considerarse que Argento rinde un homenaje tácito queda rebajado a clase Z en una época en que la tecnología de los efectos especiales ha naturalizado imágenes imposibles. Y en este película en particular, de obvio bajo presupuesto, desde el color de la sangre hasta la mecánica de las metamorfosis evocan más una representación escolar o una fiesta de disfraces que un producto destinado a un público masivo.
El argumento está más cerca del cuento El huésped de Drácula que de la novela clásica de Bram Stoker, y aunque sobreviven los nombres de los personajes principales (Mina, Lucy, Harker, Van Helsing), no puede decirse que sea una versión fiel. El erotismo anacrónico del director italiano le hace incluir un prólogo en el que desnuda a una chica de volúmenes generosos y la convierte en la previsible víctima del vampiro. Y con ánimo de exhibir más piel ni siquiera se prohíbe mostrar la de su hija, la bellísima Asia Argento.