Sangre que no has de beber
El Drácula de Dario Argento pertenece a esa clase de desastres temerarios y en cierto modo exquisitos que marcan la trayectoria del director italiano de por lo menos las últimas dos décadas. Drácula 3D es cualquier cosa menos una película necesaria, que se encuentra con un público expectante y que ingresa al mercado del cine con todas las condiciones dadas para una recepción más o menos incruenta. Hace rato que Argento dio el salto que separa el refinamiento desquiciado de los cuentos de terror fantástico de algunas de sus películas de los años ochenta hacia su condición actual de cultor de un arte bruto, en el que la libertad y la falta total de remilgos son capaces de devolverle al cine algo de su capacidad para el asombro, la risa y la emoción, muchas veces a riesgo de hundirse en el ridículo absoluto. Cuando se decía que el director podía oscilar entre la genialidad y la estupidez de un plano a otro, seguramente se pasaba por alto la candidez insuperable que atravesó siempre sus películas, esos objetos disparatados orientados con vehemencia a la producción de un temblor primitivo y gozoso, menos preocupados por establecer un manual de estilo o un rasgo de autor que por rebuscar en los pliegues del cine de género alguna forma no del todo legitimada de emancipación, ejercida contra toda esperanza y probabilidad. Drácula 3D es uno de los ejercicios más austeros de Argento, una versión de Drácula construida con elementos mínimos y un grado de ligereza e irresponsabilidad que resulta por lo menos desconcertante. El director italiano pone a hacer de Lucy a su hija, la gran Asia, y ese dato previo basta para hacernos ilusionar con que el festín está servido: desde que Asia se convirtió en directora uno está obligado buscar rasgos de su cine en las películas del padre (nunca al revés), a ver qué se encuentra, siempre con el deseo secreto de que se opere el milagro y de que alguna película del viejo Argento se ilumine con la gracia y la sofisticación de la hija. Esta vez tampoco resulta; sin embargo Drácula 3D puede por lo menos jactarse de ser uno de esos artefactos venidos prácticamente de otro mundo, en el que se advierte con toda claridad que el director se volvió más desmañado que nunca y que a esta altura no le importa más nada. Argento ya no se empeña en montar simulacros de fineza de ningún tipo; el vuelo operístico con el que estaban concebidas muchas de sus escenas sangrientas, que es casi lo único por lo cual se lo ha celebrado largamente, los planos ampulosos y la sensibilidad consciente del artificio le dejan lugar ahora a la lucidez desnuda del drama, una historia descorazonadora de poder y sed de eternidad insatisfecha contada con una frialdad mecánica que contribuye en parte al costado risible de todo el asunto. ¿Argento es o se hace? Con él nunca se puede estar seguro, pero su película nos recuerda, acaso por la vía del absurdo, el sinsentido esencial de un cine predigerido y reticulado, hecho con toda la seriedad y las ventajas de la industria. Parece mentira, pero las películas de este italiano loco todavía luchan por inventar su público.