Colmillos y sangre del pasado
El film de Darío Argento revive el mito del vampiro en una invitación a viajar en el tiempo.
Drácula, Bram Stoker, Van Helsing, ataúdes, colmillos, Transilvania y el retorno del signore Dario. Y en 3D y con Asia, hija de maestro del giallo italiano, aquella mirada sobre el terror germinada en los años '60, con mucha sangre y cuchillos bien afilados como protagonistas. El banquete está servido y presenta su mejor menú: Stoker en manos del creador de Suspiria, Rojo profundo e Infierno, los tres títulos por los que siempre se recordará a Darío Argento. Pero al signore Dario no se lo ve tan cómodo en una historia archiconocida, que respeta la iconografía vampírica, aun en sus mínimos detalles, pero que en buena parte adolece de un gesto propio, una mirada personal sobre un personaje legitimado por la literatura, el cine y el teatro. El Drácula de Argento carga con un problema –no menor– en cuanto a la construcción de climas: omite la tensión, el suspenso, el fuera de campo, la elegancia pictórica en los encuadres que caracterizan al cineasta. La primera media hora del film, con los iniciales ataques del conde camaleónico (como el vampiro encarnado por Gary Oldam en la versión de Coppola, pero acá en clave medio berreta) aclaran la cuestión, ya que a Argento le importa más la referencia e invocación prestigiosa antes que una vuelta de tuerca sobre el tema. Sin embargo, este Argento en clave menor, aun cuando el recurso del 3D resulte demodé, y aunque suene paradójico, tiene sus propios atractivos visuales y sonoros.
Plantarse frente a este Drácula implica hacer un viaje en el tiempo hacia el género de los años '70, cuando todavía los efectos digitales eran una definición desconocida. Ver las debilidades actorales de algunos intérpretes, neutralizadas por la autoridad de Rutger Hauer como Van Helsing y un grupo de chicas exhibidas a través de generosos desnudos (giallio=sangre más tetas) también manifiesta una mirada personal sobre el terror. Fuera de tiempo, acaso vetusta, pero honesta y sincera, como si se estuviera viendo al oriundo de Transilvania en el viejo espacio de televisivo de Cine de Súper Acción, provisto de unos anteojitos de los años del clásico Museo de cera. Argento hizo eso y resulta suficiente.