Dedicado a todos los que se quejaban de los vampiros modernos, dietéticos, contenidos y musculitos: Drácula es el vampiro-vampiro, de esos que ya no se hacen (¿?). Pero, nobleza obliga, fans de Crepúsculo, la seriedad con la que Stephenie Meyer contaba la historia de sus Cullen se extraña en esta nueva visión del conde transilvano. Clasistas y retrógrados que quieran convencer a las adolescentes de acudir a los verdaderos vampiros, no lo van a lograr con Dracula 3D.
Darío Argento, experto en cine de horror machazo, vuelve al gran texto de terror gótico de todos los tiempos. Pero también, al texto romántico de un eterno enamorado: Drácula nunca fue el vampiro chupasangre que mata por que sí. Argento parece no decidirse por ninguna de las visiones del conde y esta confusión será determinante cuando el caos domine la versión, parecida en lo central al original de Bram Stoker, pero con pequeñas variaciones: Jonathan Harker (Unax Ugalde), prometido de Mina Murray (Marta gastini) viaja al castillo del conde para clasificar viejos libros. Drácula (Thomas Kretschmann) observa un daguerrotipo de Mina y cree ver en ella a su mujer, la Condesa Dolingen, fallecida siglos atrás. Mientras Harker es encerrado en el castillo, los extraños asesinatos se suceden en el poblado cercano donde espera Mina.
Historia para rodar un film excelente hay. De hecho, Coppola filmó una versión exquisita un par de décadas atrás. Argento parece tomar una decisión aguda respecto de lo que va a hacer: la historia la conocemos todos, con Drácula no se trata de “qué”, sino del “cómo”. Su Drácula 3D parte de una buena base. Apenas unos minutos alcanzan para identificar el interesante uso estético de un económico 3D. La pantalla parece dividirse en pocos y chatos planos distanciados por profundidad. El efecto recuerda a los libros infantiles, esos que arman una estructura casi teatral cuando se abren. Libro viejo, teatro y Drácula son compatibles, claro que sí.
La introducción corta camino y define los principios del film: este Drácula no es dietético, contenido ni virgen; una joven atraviesa el bosque a media noche para recibir lo que su cuerpo reclama, es decir, su deseo es mayor que su miedo (Argento cumple con los manuales del cine machazo: tener una actriz como Miriam Giovanelli y no desnudarla no podría entenderse más que como un error cinematográfico). Apenas pasado el revolcón, todos los problemas llegan al film. La estética teatral de la cámara 3D empieza a ser invadida por efectos especiales muy malos (efecto ochentoso y Drácula no son compatible, no). El guión pierde la paciencia narrativa del comienzo y los personajes comienzan a morir sin ton ni son: Drácula se ha vuelto el vampiro chupasangre que mata porque sí. Pero las matanzas no resultan terroríficas. Las resoluciones graciosas (por llamarlo de algún modo) se cargan las escenas. Más cerca el final, más se caen a pedazos los diálogos. Falla todo. Argento se ha rendido ante el “cómo”.
La última parte de Drácula 3D se vuelve un ejercicio de facultad o una mala broma de frikis (gracias hermanos españoles por la palabra). La historia del conde desesperado no merecía terminar en grillo flúo (habrá que ver el film para entender). Pero sobretodo, la bella novela de Bram Stoker merecía la oportunidad: de llegar a las juventudes que leyeron Crepúsculo y piensan que esos son los únicos vampiros posibles. Ese habría sido un buen objetivo. Semejante historia lo merecía.