Drácula

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Con más voluntad que inteligencia, Drácula: La historia jamás contada se distancia de la caracterización habitual del personaje y el mundo de Bram Stoker y, en cambio, parece tomar como punto de partida el comienzo del Drácula de Coppola, cuando se narra el pasado del protagonista en clave estilizada y excesiva. La película del debutante Gary Shore cuenta la infancia del protagonista en manos de los turcos, su ascenso en el ejército del sultán y su regreso a Transilvania. El tema y el personaje resultan demasiado atractivos como para que las torpezas del guión hagan demasiada mella en el relato: a los tropezones, entre detalles inverosímiles y huecos narrativos, de alguna manera la historia avanza y se sostiene durante una hora y media. El gran problema es el carácter contradictorio de Vlad, al que se presenta como una bestia asesina y, al mismo tiempo, como un padre y esposo amoroso que además resulta ser un gobernante amable y generoso. El motivo del hombre y el monstruo, un poco a lo Jekyll y Hyde, no alcanza para explicar esa dualidad, más bien parece que Shore no cree que el público pueda interesarse por un guerrero despiadado y por eso hace que su Vlad alterne entre esa cara y la otra, la que lo muestra como el más puro de los héroes. Esa contradicción es suficiente para derribar la consistencia del relato, pero Luke Evans (mejora con cada película) consigue volver creíble a ese Drácula partido en dos.

La trama familiar, que incluye una esposa frágil y una serie de dilemas éticos totalmente extemporáneos, pone trabas a la línea narrativa principal que cuenta cómo Vlad se convierte en vampiro para enfrentar a las tropas del sanguinario Mehmed, un malo ejemplar capaz de hacer marchar a sus soldados vendados hacia una muerte segura. El imperio turco y el sultán tiránico funcionan como una amenaza perfecta que el guión podría haber descrito con mayor detalle; pendencieros y detestables, congregados en torno a una interminable hilera de tiendas de campaña (como los persas de Jerjes en 300), los soldados turcos funcionan como una suerte de villano colectivo capaz de despertar tanto desprecio como fascinación. Los puntos altos de la película, entonces, son aquellos en los que Vlad, apodado sugerentemente “El empalador”, hace frente él solo a todo un destacamento turco o vence a casi la totalidad del ejército de Mehmed con una mortal nube de murciélagos. En esos momentos, Shore demuestra algo de habilidad para filmar el combate caótico y desordenado: la carga de Vlad contra cientos de soldados es resuelta con un montaje rápido que alcanza a transmitir la confusión y la violencia de la escena.

Pasado el primer combate, la película entra en una meseta narrativa de la que ya no se logra salir. El relato conserva algo de la potencia visual del comienzo gracias al trabajo de la fotografía y de la (re)construcción de época: ambas producen un mundo áspero y brutal en el que sus habitantes llevan una existencia tan precaria como incierta. La película pierde la potencia cinematográfica de la primera parte y apuesta por los diálogos para explicar los motivos y los estados emocionales de sus personajes. Así, el relato se transforma en el mero planteo de un conflicto moral (¿Vlad debe condenarse para salvar a su pueblo y a su familia?) que se escenifica en forma pesada y sin mucha gracia.